EL BOSQUE DE LOS HOMBRES LIBRO

«Solo se alcanza la felicidad, estando todos al mismo nivel, por eso debemos quemar los libros…” Esta perniciosa afirmación ejemplifica el pensamiento único que trata de envilecer las mentes humanas homogeneizando todas las opiniones, sueños y comportamientos.

 Ray Bradbury  publicó en 1953 una maravillosa novela que François Truffaut llevó al cine en 1966. Surgida como crítica a la manipulación que empezaban a ejercer determinados medios de comunicación que postergaban a la cultura a un plano totalmente secundario; la novela es también un canto a la libertad de pensamiento que se ve coartada desde determinados espacios de poder. En plena Caza de Brujas del senador MacCarthy la historia además supone una reivindicación de las libertades que se estaban suprimiendo durante ese período negro de la historia de Estados Unidos.

La idea principal de “Farenheit 451” circula sobre un futuro distópico en el que el Cuerpo de Bomberos no se dedica a apagar incendios sino a la quema de libros (de ahí el título, ya que la temperatura a la que arde el papel son esos 451 grados) . ¿Por qué quemar libros? El Estado no puede permitir que los ciudadanos desarrollen inquietudes intelectuales que les distraigan del discurso oficial. Este panorama desolador nos lleva una sociedad absolutamente idiotizada que basa su existencia en la superficialidad, en la materialidad y que venera todo lo que contempla a través de una gran pantalla en casa. Una sociedad en la que además de estar prohibidos los libros también lo están cosas tan sencillas como conducir despacio o simplemente dar un paseo. En este escenario el protagonista de la historia, Guy Montag (Oskar Werner)  un bombero,  conoce a Clarisse, una chica potencialmente peligrosa ya que en palabras del jefe de Montag, “…no se plantea cómo hacer las cosas sino el por qué…”. A partir de este encuentro el hasta entonces disciplinado Montag comenzará a redefinir  nuevos escenarios en su propia existencia.

Truffaut alejado de sus orígenes de la Nouvelle Vague supo plasmar su sello en esta adaptación guionizando junto a Jean Louis Richard el texto de Bradbury, cambiando algunas cosas de la novela en beneficio del lenguaje narrativo de la propia película. Así podemos encontrar como uno de los personajes clave en la novela, Faber es aquí solo citado de pasada y sustituida su influencia por la chica que Montag conoce. Es ella la que le hablará de ese refugio llamado “el bosque de los hombres libro”, el lugar al que huir para salvar la cultura. Un lugar maravilloso al que escapar y donde los disidentes han ido memorizando los libros para que nunca se pierdan.

Una adorable Julie Christie interpreta dos papeles a la vez, el de la esposa de Montag, llamada aquí Linda (Mildred en la novela) y el de Clarisse que aquí es una profesora de 20 años (en la novela es una estudiante de 17). La genialidad de Truffaut lleva a la actriz británica a sustituir las dos opciones primeras, Jean Seberg y Jane Fonda, utilizandola para los dos papeles, a los que diferenciará en pantalla a través del corte de pelo y de unos encuadres distintos. A Linda la filma de perfil para resaltar la desconfianza que transmite y a Clarisse de frente para ensalzar todo lo contrario… su transparencia.

Esta idea, junto a la del uso de la fotografía de Nicholas Roeg, de un cromatismo basado en tonos rojos que resalta la idea del fuego como elemento destructor de todo,  entronca de forma brillante con la necesidad de contar la angustia de una sociedad abocada a la destrucción. La guerra está presente en la novela de forma mucho más evidente, así como la manipulación de los medios que la ocultan al pueblo. En la novela de Bradbury la referencia a la guerra nos lleva a un desenlace más esperanzador que el de la cinta de Truffaut quien por otro lado filma una maravillosa secuencia en “el bosque de los hombres libro”, bajo la influencia hitchcockiana de la música de Bernard Hermann, que dota de un lirismo extraordinario ese momento mágico en el que los disidentes van presentándose no como personas sino como las obras que han memorizado.

Las referencias literarias de la cinta de Truffaut vienen de sus propios gustos personales y así podemos encontrar citas a J.D. Sallinger, Marcel Proust, Henry Miller, Mark Twain, Herman Melville, Dostoievski, Dickens o Jane Austen entre otros.

Es el momento de plantearse si seríamos capaces de vivir en un mundo donde no existieran los libros, donde los grandes clásicos que nos han acompañado toda la vida dejarán de existir y fueran olvidados. Este escenario, absolutamente desolador adquiere una peligrosa vigencia en los tiempos actuales donde se desprecian las formas culturales diversas y se intentan coartar los derechos fundamentales de la creación artística en forma de censura velada o no. La supresión total o parcial de cualquier manifestación artística debería hacernos replantear nuestro modelo de sociedad.

Mientras tanto podemos seguir disfrutando de ese inmenso placer que son los libros, ese vehículo extraordinario que nos hace viajar sin movernos, nos abre la mente, nos llena de ilusiones, nos da esperanzas y sobretodo nos hace mejores personas.

 

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Mi verdadera historia, J.J. Millás

A estas alturas no vamos a descubrir nada nuevo hablando de Juan José Millás. Escritor y periodista nacido en 1946, cuenta con importantes premios y reconocimientos, entre otros, el Premio Nadal o el Planeta.

Hace unas semanas esta breve novela, tan solo 107 páginas, me llamó desde una de las estanterías de la librería. ¿No te ha ocurrido alguna vez que entras en una librería a buscar un libro y es él quien te encuentra a ti?  Y eso que no es novedad puesto que tenemos el título disponible en Librería Nobel desde su publicación en mayo del año pasado.

Nuestro personaje, un chico de 12 años con todo el mundo por descubrir, se convierte en lamentable protagonista de un terrible hecho que ocurre, a la vuelta del colegio, cuando en realidad debía haber pasado otra cosa. Y es que cuanto menos te cuente acerca de la trama, mejor. Es, en mi opinión, un libro para leer sin conocer la sinopsis. Será mucho mejor deleitarse a pequeños sorbos de la novela (pequeña también), disfrutando y descubriendo, a través de la magnífica narrativa de Millás esta historia de una familia que, probablemente, no lo sea tanto.

Una madre, un padre y nuestro joven protagonista que dicen tanto o más con los silencios que con lo poco que comparten. A estos tres pilares hay que sumar un cuarto, una chica. Angustias, secretos, deseo de reconocimiento son sentimientos que nos muestran estos personajes a lo largo de sus páginas con un claro ejemplo en el chico, que al principio se considera «el idiota» y después pasa a temer que caigan sobre él las consecuencias de su «crimen y castigo» (ambas de Dostoyevski), dos de las obras preferidas de su padre, un crítico literario. Y precisamente por esto, al chico lo que le gusta es escribir. Como si la relación hijo-padre tuviera equivalencia en la escritura-lectura y esta pudiera suplir la necesidad de afecto, de valoración.

Esta oscura historia, que leerás pronto (yo comencé a leerla y no pude levantar la vista hasta llegar a la última página) te acompañará unos días más. Al menos en mi caso, así fue. Te hará plantearte cosas, reflexionar sobre cómo actuamos. Sobre las relaciones que mantenemos con quienes nos rodean.

Y algo que me hace pensar sin llegar a una conclusión clara es que, si dos personas conocen un secreto pero no lo comparten en ningún sentido, ¿sigue siendo un secreto? Claro que para conversar sobre esto, hay que hacerlo con el libro ya leído.

En fin, una novela breve requiere una reseña breve, de modo que para qué decir más. Espero que si la lees, la disfrutes tanto como yo.

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ESE TERRIBLE OLOR A MENDACIDAD

En 1958 el director Richard Brooks llevaba a la gran pantalla una de las obras míticas de Tennessee Williams, “La gata sobre el tejado de cinc” (“Cat on a hot tin roof). La adaptación supuso la consagración de dos actores ya en alza que a partir de esta cinta alcanzan la categoría de mitos del celuloide. Paul Newman y Elizabeth Taylor demuestran que eran mucho más que dos rostros bellos dentro del séptimo arte.

La gran dificultad con la que podía encontrarse Brooks partía de la propia naturaleza del texto de Williams. Estamos en la Norteamérica de los 50 y la obra nos relataba el rechazo que el protagonista, Brick,  sentía por su bella esposa, Maggie,  a la que acusaba de haberle sido infiel con su mejor amigo Skipper. El motivo de dicha infidelidad  sería la venganza ante la sospecha más que fundada de que Skipper y Brick mantenían una relación homosexual. Este rechazo queda claramente ejemplificado en el hecho de que Brick no soporte ni siquiera beber del mismo vaso que Maggie cuando ésta le pida  probar su copa.

La obra había ganado el Pulitzer en 1955 y arrasado en Broadway pero Broadway no era Hollywood y presentar semejante argumento en la gran pantalla,  era cuando menos una osadía, incluso un suicidio económico  para cualquier productor. Como era habitual en la época del Hollywood dorado la obra debía sufrir un giro y a la vez resultar interesante. Es aquí donde Richard Brooks y James Poe componen un guión magnífico que vertebra el film a través de otro de los grandes conflictos que surgen en la obra…la falta de afectividad por parte del padre de Brick, algo que lastrará al protagonista en toda la historia.

Ahondando en este conflicto el film adquiere un ritmo distinto pero igualmente fluye por los territorios más habituales del dramaturgo a lo largo de su carrera…hablamos de codicia, de deseo, de decadencia, de superficialidad,…elementos que son aderezados por el innegable talento interpretativo de un casting en estado de gracia. Desde la pareja protagonista, pasando por los actores de reparto, Jack Carson, Judith Anderson o Madeleine Sherwood, destacaría sin duda Burl Ives en el papel del patriarca Big Daddy Pollit.

Brooks filma con milimétrica precisión primeros planos como el de un Brick con la mirada perdida, ausente, recordando la muerte de Skipper mientras podemos sentir el sudor en su frente como nuestro. Esa sensación de claustrofobia que solo los ambientes sureños son capaces de mostrar,  dota a la historia de una personalidad enorme. Ese terrible “olor a mendacidad”, a falsas apariencias, a secretos que ocultar queda muy bien retratado por Brooks en las miradas de los actores en mitad de sus soliloquios.

La obra de Williams, claramente influenciada por escritores como Faulkner o D. H. Lawrence, así como por coetáneos suyos como Truman Capote o Gore Vidal transita siempre alrededor de personajes marginados a los que Williams ofrece un respeto casi reverencial, perdedores a los que la sociedad va arrinconando de forma inmisericorde. Así nos encontramos a la Blanche Dubois de “Un tranvía llamado deseo” o a la Karen Stone de “La primavera romana de la señora Stone”. Inadaptados, incapaces de seguir las normas establecidas, sufriendo por una existencia que les es esquiva encontramos joyas como “La rosa tatuada”, “El zoo de cristal” o la maravillosa “Dulce pájaro de juventud” que el propio Brooks adaptaría también.

En “La gata sobre el tejado de cinc” su protagonista, Brick, no podía escapar de este arquetipo, si bien la película, añade un componente aún más atrayente al espectador…los increíbles ojos azules de Paul Newman. Junto a Liz Taylor la pareja sabe apropiarse del conflicto latente y convertir en suya la obra.  Durante toda la película veremos a Brick (Newman) apoyarse en una muleta mientras bebe una y otra botella de whisky, enfundado en su pijama no hace sino  excitar aún más el deseo de su ardiente esposa, Maggie la gata. La carnalidad del rostro de ella parece traspasar la pantalla cuando aparece. Se puede sentir, casi tocar,  la tensión sexual entre ambos y es aquí en el tercio final de la película,  cuando asistimos a una de esas secuencias que quedan para la historia:

Bajo una imponente lluvia, Brick , que ha perdido su muleta se apoyará en su esposa por primera vez y hasta el final, mientras se lamenta “…le hecho daño, Maggie, le hecho un daño irreparable a mi padre…”.

Y la tormenta que se había desatado simbolizando los conflictos que han tenido lugar en esa noche de catarsis familiar, desaparecerá alejando el olor a mendacidad para traer la agradable brisa sureña que ha purgado los pecados y les llevará a invitarles a su mayor desafío: seguir viviendo.

Rubén Moreno

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Cáscara de nuez, Ian McEwan.

Nuestra entrada de hoy tira un poco de memoria. Hablamos de un libro, Cáscara de nuez, leído en nuestro Club para la reunión del 21 de julio de 2017.

McEwan, del que ya habíamos leído anteriormente Sábado, otra novela que causó buena impresión, nos traía para esta ocasión su Cáscara de nuez. Una novela corta, de 224 páginas.

Un argumento sencillo. Trudy y John son un matrimonio roto. Trudy mantiene una relación con el hermano de este. Y estos dos planean acabar con John para heredar una mansión.

Resulta insólito y, sin duda, muy arriesgado que quien nos narra la historia sea el futuro hijo de Trudy. Aún sin nacer, entiende todo lo que ocurre (¡desde dentro de su madre!, hay que insistir) a su alrededor. Quizás estamos ante un thriller con tintes de comedia negra, todo esto pese a que lo que cuenta es, en buena parte, un auténtico drama.

«No todo el mundo sabe lo que es tener a unos centímetros de la nariz el pene del rival de tu padre”

Mientras esta relación maquina como acabar con John, el bebé nos va contando sus impresiones. Por una parte sobre su madre y «la situación» que se trae entre manos. Por otro, acerca de la sociedad desde un punto de vista crítico y tan maduro como culto. Un humor muy británico (y todo un crack sabiendo de vinos, a mi con esto me ganó completamente).

El libro en cuestión gustó a la mayoría aunque hubo alguna impresión un poco negativa del resultado final. En cualquier caso, el autor salva má que sobradamente elmencionado riesgo.

Gustó mucho la idea y narración del autor. Una novela breve que puede leerse fácilmente aunque ese toque británico no llegue finalmente a todo el mundo del mismo modo.

“Oh, Dios, podría estar encerrado en la cáscara de una nuez y sentirme rey del infinito espacio… de no ser porque tengo malos sueños”

Esta frase es el epígrafe de la novela, por tanto, no se puede concluir esta reseña sin mencionar el paralelismo que sugiere McEwan en su novela con el Hamlet de Shakespeare, donde Gertrudis y Claudio, se casan después de que este haya asesinado al Rey Hamlet.

 

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