El triunfo de la libertad personal

“…Mis ideas son mías y sólo me pertenecen a mí…” “…El parásito copia, el creador crea…” éstas son algunas de las frases que Howard Roark el protagonista de nuestra historia dirá a lo largo de la película El Manantial (The fountainhead 1949) dirigida por King Vidor y protagonizada por Gary Cooper y Patricia Neal.

Esta defensa a ultranza de la libertad individual frente al colectivismo que nos reduce a meros robots en manos del poder, es una de las mejores películas hechas en la gloriosa década de los cuarenta en Hollywood. Vidor quien tiene tras de sí alguno de los títulos más grandes del cine mudo, supo también dejarnos algunas maravillas en el sonoro como El campeón (The Champ 1931), Duelo al sol (Duel in the sun 1946) o Guerra y paz (War and peace 1956). Sin embargo es en El Manantial donde además de una grandísima película hace todo un alegato a favor de la libertad individual, un derecho inalienable que no puede ser arrebatado por nada ni por nadie.

El manantial nos cuenta la historia de un arquitecto que prefiere picar piedra antes que vender su talento como creador. Un vanguardista cuyo compromiso con su forma de hacer las cosas le llevará a ser absolutamente radical en sus pensamientos. Cuando triunfa su talento, Howard Roark no se vende, no se pliega al poder ni a la complacencia.

¿Es Roark un alter ego de Frank Lloyd Wright, auténtico innovador en la arquitectura del siglo XX y precursor de la arquitectura orgánica? Al menos las construcciones, muy del estilo del Midwest americano, que vemos en la cinta recuerdan mucho al trabajo de Wright. Este genio inició el movimiento de la Prairie School (o escuela de la pradera) cuyo estilo está generalmente relacionado con figuras horizontales y planas integradas con el paisaje. Sus ideas supusieron una ruptura con el clasicismo precedente.

El guión basado en su propia novela corre a cargo de Ayn Rand, escritora judía de origen rusa y una de las figuras sin duda del pensamiento liberal del siglo XX. Creadora del objetivismo, Rand consigue transmitir sus ideas a través de un personaje icónico ya en la historia del cine como es Howard Roark y su lucha contra la masa informe que aplasta el pensamiento individual.

La música de Max Steiner, autor de Lo que el viento se llevó (Gone with the wind 1939) o la mítica Casablanca (Casablanca 1943) enfatiza cada momento dramático como solo sabía hacer el músico vienés y su partitura desprende un inequívoco sabor a música clásica. Los solos de piano nos introducen en la intimidad de los personajes mientras la melodía orquestal nos traslada de nuevo a la grandiosidad de la historia.

La fotografía de Robert Burks de amplias panorámicas enlaza brillantemente con la tónica de la película. Tiene unos encuadres realmente admirables que constantemente nos recuerdan la belleza de la arquitectura y los distintos puntos de vista al observarla.

En medio de todo este mensaje subyace una apasionante y torrida historia de amor entre Howard Roark (Gary Cooper) y Dominique Francon (Patricia Neal) , que acerca más la película al espectador. Cooper representó como nadie al héroe americano, junto a James Stewart o Henry Fonda. No han existido mejores actores para conectar con el espectador medio que acudía al cine. Se veían reflejados en unos personajes cuya honestidad, honradez y lucha se unían a una característica común: su decencia y valor.

¿Debemos decidir ser un tornillo más de la sociedad o tener el valor suficiente para pensar por nosotros mismos y no ser sometidos a lo que la colectividad espera de nuestro trabajo o de nuestras vidas? Roark sabe de su talento y no está dispuesto a venderlo al mejor postor. El precio por salirse de los cánones habituales es alto, pero está dispuesto a pagarlo porque la recompensa es inigualable (y Vidor nos regala un plano final majestuoso donde la imagen dice más que cualquier discurso).

Gary Cooper compone un personaje lleno de aristas, de matices, capaz de llevar al límite sus ideas, algo de un incuestionable valor y que chocará con una sociedad cada vez más deshumanizada. El derecho a decidir, a pensar, a obrar según nos dicte nuestra propia mente, siempre será un obstáculo para el poder, sobretodo el económico…Nos quieren sumisos, subyugados, que sigamos la corriente marcada por los poderosos, ya sea desde un púlpito, una columna de periódico o desde el consejo de administración de una empresa. Roark (Cooper) se rebela ante todo esto y nos emociona en un discurso ya para la posteridad. A su lado Dominique, sus ojos dicen más que sus labios cuando ve por primera vez a Roark, la fisicidad que transmite esa mirada felina le acompañará toda la película. La pasión que siente por Roark se convierte en amor cuando conoce los pensamientos del arquitecto. Roark es un héroe en una lucha desigual contra la sociedad.

En definitiva, una obra maestra del cine por su valor cinematográfico pero también sin duda por su mensaje esperanzador, ese que nos invita a pensar por nosotros mismos y a elegir nuestro destino, porque sin duda si algo no pueden controlar los que manejan las vidas ajenas es nuestra mente. Mientras nuestra mente sea libre, seremos libres como Howard Roark lo acaba siendo.

Rubén Moreno

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El deseo y la luz

Patricia Higshmith, quien ya había terminado su novela “Extraños en un tren”, tenía 27 años y se encontraba sin dinero, por lo que buscó un empleo en la sección de juguetes de unos grandes almacenes. Un día entró una elegante mujer envuelta en visón que dejó un nombre y una dirección a la que enviar una muñeca. Al salir del trabajo, Patricia se fue directa a casa y escribió del tirón el argumento de la novela “El precio de la sal” que tuvo que ser escrita bajo el pseudónimo de Claire Morgan por la naturaleza escandalosa de la misma, según la época. Aún así y tras ser rechazada varias veces por los editores, fue publicada en 1953 y vendió más de un millón de ejemplares. En 1989, esta novela fue reimprimida bajo el titulo de “Carol” y el verdadero nombre de su autora. En 2015 Todd Haynes, filma la adaptación al cine de esta maravillosa novela de Patricia Highsmith y su protagonista, Cate Blanchett nos regala uno de esos personajes eternos.

Blanchett parece levitar cada vez que aparece en escena, la cámara, a penas la acaricia, la sigue como flotando mientras los ojos de una magnífica, también, Rooney Mara la observan con devoción. Son Carol Aird y Therese Belivet y asistimos como espectadores de lujo a la historia de amor entre ambas. Con el estilo habitual de Haynes, “Carol” es un retrato de la inquisidora sociedad norteamericana de los 50, surgida tras la Segunda Guerra Mundial, en la que la hipocresía y el fariseismo son claves. Por supuesto, una relación lésbica es considerada no solo inconveniente sino amoral por cuanto atenta a los principios básicos de cualquier sociedad castradora, lo que pone a la protagonista en la difícil tesitura de elegir qué es lo correcto. Además “Carol” es un ejercicio de buen gusto en el que Todd Haynes parece moverse de modo más que fluido, como ya habíamos visto antes en esa otra joyita del melodrama llamada “Lejos del cielo” en el que Julianne Moore nos trasladaba a la Jane Wyman de las películas de Douglas Sirk. Y es que en el cine de Todd Haynes las referencias clásicas son innegables y Sirk parece un espejo brillante al que mirar a través de una magnífica ambientación, aunque el director californiano incorpora su sello personal a través del desarrollo de personajes.

En “Carol” la escenografía nos recuerda constantes referentes de la cultura norteamericana y así vemos planos que recuerdan a la pintura de Hopper, el uso de la luz y la cámara desenfocada simbolizando la evasión de los personajes nos lleva a la fotógrafa Vivian Maier y los retratos de personajes que forman parte de la sociedad pero parecen estar excluidos. El color siempre presente en las protagonistas, la música, …pero sin duda donde esta película se hace grande es en la dirección de actores con unas extraordinarias Cate Blanchett y una sorprendente Rooney Mara. La imposibilidad de vivir de acuerdo a los sentimientos propios hace transitar a ambas por una especie de limbo de emociones del que solo pueden salir una vez redimidas. El arranque prodigioso de la película y su tramo final nos dirigen casi sin dar importancia a “Breve Encuentro” de David Lean. Lo que sucede entre medio de esas dos escenas es una demostración de buen gusto a la hora de rodar y de clasicismo exento de artificios. La delicadeza y el deleite por el detalle convierten la historia en una sucesión de momentos arrebatadores que culminan en un plano majestuoso de Cate Blanchett como cierre.

Lo cautivador de “Carol” es sin duda la propia singularidad dentro de un universo de referencias que alimentan la historia y componen un efecto revitalizador sin duda. Ese amor por alimentarse del pasado sin perder el rictus personal del film queda evidenciado en cada movimiento de cámara que Todd Haynes utiliza. Esto confiere a la cinta una personalidad propia y una especie de energía a la que la estratosférica interpretación de Blanchett ayuda sin duda. Los juegos de miradas, las caricias casi frágiles, todo compone un cuadro al que accedemos como insospechados visitantes de lujo, capaces de mirar con los ojos actuales y sobretodo con los de los años cincuenta para comprender cada una de las situaciones difíciles que se plantean.

En definitiva, estamos ante una obra magistral que por supuesto también recoge los ecos de otro de los trabajos de Haynes, la más que correcta “Mildred Pierce”. Aparece esa especie de devoción como decimos por evocar lo mejor de un cine atemporal como es el de la década de los cincuenta que entronca con esa percepción más que adquirida ya, de que solo podemos avanzar en el cine si sabemos de dónde partimos. “Carol” se convierte en una obra imprescindible sustentada por Haynes en el universo de Patricia Highsmith, alejada aquí de su género favorito, el policíaco… donde la psicología de los personajes toma importancia capital a la hora de entender su obra. En esta novela, podemos decir que está lo más personal de una autora que supo como pocas retratar las miserias del ser humano y las mezquindades y que aquí sin embargo, nos reconcilia con la vida a través de la estupenda historia de amor entre Carol Aird y Therese Belivet y que la cámara de Todd Haynes sabe captar haciéndonos mirar por los ojos de ambas para deslumbrarnos y hacernos vibrar.

Rubén Moreno

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El hombre perfecto

“…Atticus había dicho una vez que nunca se conoce realmente a un hombre hasta que uno se ha calzado sus zapatos y caminado con ellos”. Este fragmento de Matar a un ruiseñor (To kill a mockingbird 1962) de Robert Mulligan resume cómo era Atticus Finch y su ideal de ser humano. Capaz de aunar en su persona todas las cualidades que harían de este mundo un sitio mejor si todos lo imitáramos.

Harper Lee escribió una novela, ganó el Pulitzer y se retiró. Nunca más concedió entrevistas y no volvió a publicar nada. Su novela se convirtió en una de las mejores películas que se han hecho jamás sobre la condición humana. El relato autobiográfico de una de las grandes amigas de Truman Capote, fue llevado primorosamente por uno de los directores más elegantes que daría el nuevo Hollywood.

Matar a un ruiseñor nos presenta al hombre perfecto, Atticus Finch, un abogado viudo que vive en el sur de Estados Unidos con sus dos hijos y que deberá defender a un hombre negro de una violación que no cometió. El conflicto racial que se crea en la zona será el telón de fondo de una historia que nos habla además de la niñez, de valores como la tolerancia, la humildad, la dignidad y sobretodo la templanza y es que si hay un personaje en la historia del cine que represente esta virtud sin duda ese personaje es Atticus (excelso Gregory Peck, confiriendo al personaje tal veracidad que la propia Harper Lee le reconocía el parecido con su padre, verdadero inspirador de la novela). Atticus es justo, sabe que tiene que defender al acusado, a pesar de ser un hombre negro, porque eso es lo que le ha enseñado a sus hijos. Les ha enseñado que todos somos iguales y sabe que si no defiende a Tom Robinson, jamás podría volver a mirarlos a la cara.

Atticus es el héroe al que todos debemos aspirar. Nunca utiliza la violencia, no la necesita, su arma es el diálogo, su capacidad de argumentar, su firmeza a la hora de defender lo justo. Atticus es el hombre más justo que jamás conoceremos. Sus hijos lo admirarán eternamente y nosotros al verlo en pantalla ya nunca querremos ser otro hombre sino Atticus Finch. Le gusta leer en el porche un libro y contarle cuentos a sus hijos antes de dormir. Representa como nadie lo más noble del ser humano.

Matar un ruiseñor es un alegato contra el racismo, una visión sobre la niñez, una revisión de la tolerancia y sobretodo un ejercicio majestuoso de didáctica. También es una crítica a esa sociedad que crió a hombres honrados en la creencia de que los negros son una raza inferior. Veremos cómo es esa América post depresión del 29 a través de los ojos de los niños.

Robert Mulligan procedía de esa generación de directores que dieron el salto de la televisión al cine, directores como Delbert Mann, John Frankenheimer, Arthur Penn o Franklin J. Schaffner. Directores que imprimieron un nuevo sello al cine de finales de los 50 y principios de los 60. Cineastas que reflejaron como nadie el cambio que el mundo estaba experimentando.

En Matar a un ruiseñor Mulligan a través del texto de Harper Lee nos muestra ese mundo decadente del viejo sur, de ambientes claustrofóbicos donde el sudor lo empaña todo. Casi podemos sentir ese calor asfixiante en cada plano del pueblo. Un mundo donde los negros son seres inferiores y no tienen derecho ni a vivir cerca de los blancos. Costumbres arraigadas profundamente, en un Sur de los Estados Unidos, que veremos también en cintas como Tiempo de matar ( A time to kill 1996) de Joel Schumacher donde un joven abogado, Matthew McConaughey, nos lleva irremisiblemente a Atticus Finch, nuestro héroe perfecto. Si Tiempo de Matar busca el exceso para hacer el mismo alegato que Matar a un ruiseñor ésta es todo lo contrario, una película contenida donde los momentos duran lo que deben durar sin alargarse innecesariamente, sin concesiones, que no cae en la sensiblería y que además tiene a un protagonista que hace de esa contención una excelente virtud (Oscar más que merecido para Gregory Peck).

Toda niña experimenta una visión idílica de su padre pero aquí Harper Lee y por ende Robert Mulligan consiguen hacer que esa visión que la niña (Mary Badham) tiene sobre Atticus traspase la pantalla y todos nos sintamos fascinados por un personaje al que quisiéramos parecernos para hacer de éste un mundo mucho mejor.

La música de Elmer Bernstein nos sumerge de un modo fascinante en ese pueblo donde los hijos de Atticus y su relamido amigo (Truman Capote de pequeño) descubrirán lo que realmente merece la pena ser aprendido. Es aquí donde vemos el talento de Mulligan para saber aprovechar ese diamante en bruto que era el texto de Harper Lee. Como dijo alguien una gran película es aquella que hace que al terminar de verla queramos ser mejor persona. Matar un ruiseñor es sin duda una de esas películas

Rubén Moreno

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La soledad no elegida

¿Quién dijo que de una gran obra de teatro no puede salir una gran película? ¿Está reñido el lenguaje teatral con el cinematográfico o son complementarios? Delbert Mann provenía de la televisión, se había hecho famoso en este medio y consiguió una magistral adaptación de una obra de Terence Rattigan.

Cuando decide llevar Mesas separadas (Separate Tables 1958) a la gran pantalla lo que Delbert Mann tenía más complicado era poder adaptar el texto de Rattigan y además imprimirle su sello personal. (Table by the window y Table number seven eran las dos historias que el escritor irlandés había escrito para sustentar esta maravillosa obra de teatro. )

Podríamos considera a Rattigan junto a Sommerset Maughan o Noel Coward uno de los predecesores de los John Osborne, de esos “jóvenes airados” (Angry Young Men)  que romperían posteriormente con el victorianismo de la escena británica.

Mesas Separadas tiene la virtud de las cosas sencillas: Un hotel fuera de temporada donde conoceremos unos personajes que son casi náufragos en medio de la isla de la vida: El comandante Pollock, (David Niven) retirado y siempre reverdeciendo viejos laureles, una apocada muchacha Sybil (Deborah Kerr) que sufre ocasionales ataques de histeria y cuya autoritaria madre (la señora Railton-Bell) anula totalmente, un escritor norteamericano John Malcolm (Burt Lancaster), un viejo profesor de griego jubilado, una solterona adicta a las apuestas, la pareja de novios, la amiga de la señora Railton-Bell, etc…Todos  huéspedes fijos atendidos por la señorita Cooper (maravillosa Wendy Hiller) que representa la sobriedad y el equilibrio. La normalidad del hotel se verá alterada con la llegada de una fascinante mujer norteamericana (Rita Hayworth).

El texto de Rattigan nos atrae desde el principio por sus diálogos precisos y concisos, una película donde la gente habla y cuenta cosas interesantes. Además tiene una magnífica dirección de actores. Los actores de reparto son elemento esencial en esta película. Sus intervenciones son como una pausa en las tramas principales, una especie de respiro tras las secuencias más dramáticas. Impagables algunos de estos personajes.

            Mesas separadas nos habla de la soledad y lo terrible que es cuando ésta no es elegida, de ese tabú llamado sexo en la Inglaterra post II Guerra Mundial, de superar los propios miedos, de pasiones animales que se creían apagadas, …en definitiva de las relaciones humanas, temas todos atemporales. Nos habla del yugo de una madre autoritaria, Gladys Cooper, que ya hiciera ese papel en La extraña pasajera (Now, voyager 1942) de Irving Rapper,  y que no se conforma con tener sometida a su hija sino que pretende lo mismo con los demás huéspedes. Su afán por vivir en el decoro y el honor le imposibilita admitir otras formas de pensar.  Refleja muy bien la época en la que bastaba la intolerancia de alguien para que los demás por temor callaran y cometieran una injusticia.

 La historia entre Sybil y el comandante Pollock conmueve por su veracidad, por su fuerza natural. El secreto que guarda Pollock, la imposibilidad de hacer nada por sí misma de Sybil, las trabas que la sociedad puede poner a los que son diferentes, la represión sexual, etc.

Por otro lado, asistimos a un combate entre el amor-pasión encarnado por Rita Hayworth y el amor-tranquilidad encarnado por Wendy Hiller. En esa dualidad el personaje de Burt Lancaster tendrá que debatirse entre lo que le conmueve y lo que le conviene. Difícil elección de la que nos hace partícipe el director con un constante juego de miradas, algo que el teatro no puede conseguir y que da realce a esta adaptación.

Porque en este microuniverso, que es el hotel Beauregard, vemos como a ritmo pausado parece que no sucede nada y sin embargo los acontecimientos no paran de producirse, formalismos chocando con la felicidad, oportunidades pasadas que vuelven, pasiones irrefrenables, …

            Técnicamente se nota la mano de Delbert Mann en cada movimiento de grúa, en cada momento en que los actores saben cuál es su marca y se paran y dicen el diálogo mientras hacen cosas (impagable Wendy Hiller), movimientos que nos trasladan inequívocamente a su etapa en la televisión. Solo así puede entenderse la perfecta planificación a la hora de rodar que Mann consigue en una secuencia final filmada con un enorme talento. Un ejercicio absoluto de técnica que nos llena de emoción.

            Los personajes presentados ante nuestros ojos al principio de la película experimentarán una especie de catarsis que les hará alcanzar mayor dignidad que la que mostraron al inicio. Todos encontrarán su sitio, ése que buscan mientras desayunan, almuerzan y cenan en Mesas Separadas.

Terence Rattigan junto a Sommerset Maughan o Noel Coward puede ser considerado como uno de los predecesores de los John Osborne o Kingsley Amis, de esos “jóvenes airados” (Angry Young Men) que romperían posteriormente con el victorianismo de la escena británica.Hoy repasamos "Mesas Separadas" la maravillosa adaptación que Delbert Mann realizó de dos historias que sustentaban la obra de teatro de RattiganEspero que os guste…

Publicada por Robert Moore en Jueves, 17 de enero de 2019

Rubén Moreno

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El eterno recuerdo de una puesta de sol

...Nueva York era una metrópoli perfectamente consciente que en las grandes capitales no era “bien visto» llegar temprano a la ópera; y lo que era o no era «bien visto» jugaba un rol tan importante en la Nueva York de Newland Archer como los inescrutables y ancestrales seres terroríficos que habían dominado el destino de sus antepasados miles de años atrás…

Este fragmento de la novela  “La Edad de la Inocencia” de Edith Wharton ejemplifica cómo era el Nueva York de 1870, la época en que se desarrolla la historia de amor prohibido entre Newland Archer y Ellen Olenska. Una historia absolutamente arrebatadora que cautivó a otro de los directores, junto a Woody Allen, enamorados de Nueva York. Hablamos nada menos que de Martin Scorsese,  quien alejado de su habitual cine, rinde de nuevo homenaje a la ciudad que nunca duerme  en una magnífica adaptación que fue llevada al cine en 1993 con un exquisito y refinado gusto  y donde la fotografía de Michael Ballhaus y la música de Elmer Bernstein se convierten en personajes secundarios de lujo.

Galardonada con el Premio Pulitzer de 1921,  la novela es un tratado sobre la sociedad endogámica del Nueva York de finales del XIX. Un retrato de la intolerancia, la hipocresía y las normas férreas que la sociedad de entonces impone como precio a todo aquel que osa pertenecer a ese selecto grupo llamado la Alta Sociedad neoyorquina de los Mingott, los Welland, o los Van der Luyden. La  fidelidad a la novela es un complemento ideal para la construcción de una película que con el tiempo se convierte ya en un clásico del cine.  Scorsese mueve la cámara con pulso firme para adentrarnos en un microcosmos ya reproducido en novelas similares como  la excelente “Washington Square” de Henry James.

En “La edad de la Inocencia” el trío protagonista se antoja imprescindible y absolutamente arrebatador. Los tres personajes se afianzan en sus roles iniciales para ahondar en un universo pleno de dobles morales y de hipocresía. Una sociedad extremadamente claustrofóbica que además incide en el papel superfluo de la mujer en el devenir diario.  ( …era absurdo tratar de emancipar a una esposa que no tenía el menor interés por conocer el significado de dicha emancipación…) Es por ello que cuando la condesa Olenska (maravillosa Michelle Pfeiffer) pretenda regresar al mundo en el que creció sea considerada una intrusa, una especie de proscrita, aunque las apariencias por supuesto  muestren lo contrario.  La idea de divorciarse chocará con la intransigencia de una especie de clase social donde esas cosas no son aceptadas y menos cuando la mujer es la que pretende llevar la iniciativa.  Por otro lado Newland Archer (Daniel Day Lewis) y May Welland (Winona Ryder) representan lo que esa sociedad quiere mostrar pero la historia nos relata la lucha interna,  en principio,  solo de Archer,  por reivindicar su derecho a sentir y a desear por encima de las convenciones sociales. Con el desarrollo del film podemos ir sintiendo como dicha lucha interna de Archer no es solo suya, la condesa Olenska y también May serán víctimas de esas convenciones y es aquí donde aparece un Scorsese magistral quien apoyado en el magnífico texto de Wharton desarrolla una serie de movimientos de cámara y de planos que convierten a esta película en una auténtica joya.

La capacidad de Scorsese para adentrarse en los personajes y en sus pensamientos, parte de la intencionalidad a la hora de colocar la cámara y sobretodo el uso de la luz en cada momento. Los momentos entre Archer y Ellen son filmados con primeros planos lentos que ejemplifican  el inicio del acercamiento entre ellos.  De entre todos esos planos queda el eterno recuerdo de una puesta de sol en ese plano majestuoso del embarcadero mientras Ellen Olenska es observada por Newland Archer  y un barco cruza el horizonte en el momento que ella es filmada de espaldas.

“La edad de la inocencia” nos hace un perfecto dibujo de una pasión amorosa prohibida que ante la imposibilidad de consumarse consigue que perviva en el espectador gran parte de ese dolor que sufren los protagonistas. La suntuosidad del primer tramo de la cinta donde se nos es presentada esa inquisidora sociedad neoyorquina, pasa con el crecimiento de los personajes  a transformarse en un relato íntimo y lleno de matices y subtexto. Las miradas de Day Lewis y Pfeiffer cuando se ven en presencia de otras personas son retratadas magistralmente por el cineasta neoyorquino  a través de una exquisita puesta en escena donde el director transita en la necesidad de analizar todos esos códigos que coartan las libertades personales. La aparente fragilidad de May Welland que en realidad solo es aparente, entronca con el dilema moral que plantea la novela y por ende Scorsese al dibujarnos un escenario donde los valores de dicha sociedad pretenden imponerse a los deseos y sentimientos propios. En esa lucha, los damnificados siempre son aquellos cuya catadura moral es mayor,  mientras los jerarcas hipócritas que rigen las normas salen indemnes siempre. Esa sucesión de impecables modales corteses esconden en la mayoría de los casos una mezquindad capaz de acabar con la reputación de cualquiera que ose poner en entredicho tal establishment.

La vacuedad de ese mundo y lo que conlleva dejan  un poso de tristeza y melancolía en el protagonista que el espectador hará propio sobretodo a través de la mirada de Archer en una secuencia final antológica donde de nuevo evocará esa puesta de sol a través de su recuerdo. Este profundo, contenido y armónico melodrama permanece repleto de eufemismos, de silencios que pretenden actuar como elemento de comunicación y representa además todo un manual de “corrección” aparente  frente a cualquier elemento perturbador o transgresor.  Será este el espacio en el que Newland Archer y Ellen Olenska vean pasar por delante su felicidad teniendo que decidir qué camino escoger,… el correcto o el que quieren.

Rubén Moreno

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Sobre una pequeña librería de San Pedro.

(Os dejo a continuación el texto del Pregón de la Feria del Libro de San Pedro de Alcántara 2019. Ha sido todo un honor y responsabilidad que pensaran en mi. Espero que os guste.)

Que un librero se enfrente a la inmensa responsabilidad de redactar un pregón para la Feria del Libro de su pueblo es, sin lugar a dudas, todo un honor y, también, un gran reconocimiento a la labor que realizamos en este gremio los auténticos locos que aún quedamos hoy en día.

Cuando llegamos a San Pedro, cuando aún faltaba bastante tiempo para que las canas hicieran patente que la vida va dejando huella, en aquellos tiempos que la memoria comienza ya a dejar medio olvidados en algún rincón perdido, mi vida laboral se centraba en algo que para nada tenía que ver con el mundo del libro. La crisis, maldita palabra, hizo que tuviera que pasar un tiempo sin trabajo. Los lunes al sol, como aquella magnífica película de Fernando León, me hicieron meditar mucho y decantarme finalmente por llenar de libros algunas estanterías. Muy loco yo, desde luego que sí. Ya decía Charles Dickens en su libro Historia de dos ciudades: “Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, era la edad de la sabiduría, era la edad de la insensatez, era la época de la creencia, era la época de la incredulidad, era la estación de la luz, era la estación de la oscuridad, era la primavera de la esperanza, era el invierno de la desesperación”. Qué actual resulta aun sabiendo que Dickens nació a principios del siglo XIX, ¿verdad?  Pues, como decía, la llenamos de libros, de material de papelería y otros artículos que ayudaran a que el negocio pudiera tirar “pa´lante”. Porque, no podemos engañarnos, tan solo del libro, es imposible que un negocio como este subsista.  Supongo que aquí se manifestó mi Mr. Hide en su versión más paranoica, esa cosa de locos que les acabo de mencionar. Afortunadamente para nuestros amigos y clientes, suelo ser más Dr. Jekyll, no tengan duda de que pueden entrar sin riesgo alguno a la librería.

Si, al principio he dicho de “su pueblo”, porque yo no soy nacido aquí pero me considero, hace tiempo, un sampedreño más. Tengo un precioso negocio y una familia, más preciosa aún, con 2 hijos que si son sampedreños por los 4 costados, como yo a fin de cuentas, que llegué hace ya un buen número de años y no me marcharía de mi San Pedro, nuestro San Pedro, por nada del mundo.

Pasan los años, cada vez con mayor rapidez, es lo que tiene ir quitando hojas del calendario que vamos dejando caer poco a poco. Al principio hay muy pocas, tardan en llegar al suelo. El correr del tiempo es lento. Te vas haciendo mayor casi sin notarlo, comienzas a comprobar con claridad como esas hojas arrancadas van  tardando menos en llegar abajo, es normal, la montaña que se acumula a nuestros pies es ya bastante alta. A veces echas la vista atrás y, en este caso concreto, parece que hace un rato que abrimos la librería, luego comienzas a pensar y te das cuenta de que en estos años que han pasado, ocurrieron muchas cosas. Seguro que al principio cometimos muchos errores y seguro que a día de hoy los seguimos cometiendo, pero siempre estaremos dispuestos en Nobel San Pedro, en nuestro pequeño rinconcito de calle Lagasca, para ayudar y poder ofrecer un servicio lo más correcto y que satisfaga a nuestros clientes y amigos de la mejor forma posible.

Porque entrar en una librería, en cualquiera, es muchas veces algo más que ir a hacer una compra. Es un servicio que en multitud de ocasiones casi rogaría por que fuera considerado de primera necesidad. Escoger un libro no es tarea fácil, aunque deben saber que a veces será él quien les elige a ustedes. Dependiendo del estado de ánimo, a veces será requisito imprescindible el dejarse guiar por los consejos del librero de turno. Como cuando se acude al médico porque nos duele algo y este sabe qué recetarnos y en qué dosis. Un librero, cuando conoce al lector, tiene muy altas posibilidades de dar con el libro que cure su necesidad en un preciso momento. Cuando vayan de turismo, cuando pasen por lugares que no conocen, nunca olviden buscar alguna librería y pasar a echar un vistazo y conocerla, como quien entra en una catedral y respira esa paz y sosiego entre sus anchos muros, su espíritu se lo agradecerá.

¿Acaso hay algo con más magia que una librería?

Recuerdo, sin poder evitar emocionarme, esos nervios, ese miedo e incertidumbre por lo que nos depararía el futuro a corto y medio plazo cuando estábamos montando y preparando la librería. Fue un 9 de julio, un sábado, cuando Espacio Lector Nobel abría sus puertas por primera vez. Quedan un par de recuerdos marcados en la memoria por encima de todos: esas personas que entraban al local y te decían con una sonrisa en la boca “qué me gusta el olor a libro”. Y luego había otros, eran esos que te decían, con la misma parte de admiración que de estupor, que había que estar muy loco o ser muy valiente para montar una librería con los tiempos que corren. A mí, desde luego, me gusta mucho más aquello de loco, porque no son pocas las veces que un humilde Don Quijote vence su particular batalla contra los gigantes y, una vez más, volvemos a la locura. ¡Calma! No hay riesgo alguno, la locura del librero, como la de cualquier buen lector, es muy sana y recomendable. De hecho, pienso que habría que crear pequeñas dosis de esta locura literaria para aquellos que todavía no descubrieron la lectura y así poder ofrecerles una poción como Panoramix hacía con Asterix y los galos. Se dice en El conde de Montecristo de Alejandro Dumas  que “La alegría causa a veces un efecto extraño; oprime al corazón casi tanto como el dolor” y, bueno, no deja de ser un sentimiento que  tengo muy cercano cuando abrimos cada mañana las puertas de la librería y el aroma del papel nos impregna cada poro de nuestro cuerpo.

Llegados a este punto, debo decirles que lo cierto es que no sé cómo se escribe un buen pregón. A mí siempre me tocó estar del otro lado, leyendo lo que otros tenían que contar pero, en fin, lo que sí sé es que para cualquier persona un buen libro es aquel que le llega al alma, aquel que le emociona, es aquel que le hace viajar o conocer otros mundos, un buen libro es aquel que consigue evadirlo del duro día a día, meterse en la piel del protagonista y admirar u odiar a cualquier personaje como si fuera alguien que el lector tiene frente a sí mismo.

Por eso he querido que este pregón sea un pequeño homenaje a todos los libreros, esos hacedores de milagros, esos transmisores de historia, esos que conocen el remedio para la tristeza o la soledad, esos que sabrán hacerle reír, llorar, pasar miedo y, sobre todo, aprender. Y, por supuesto, al LIBRO. Así, con cada una de las cinco letras que componen esta palabra en mayúscula, sin más pretensiones, sin dedicarme a alabarlo con palabras típicas y frases hechas que pueden parecer que encajan muy bien en la situación pero que finalmente carecen de sentimiento.

L de libertad. Lea y será más libre. Tendrá una opinión más formada. Lea y viajará a lugares increíbles. Conocerá mundos que jamás soñó que podría visitar.

I de ilusión, de iluminar. I de imaginación. Lea y verá cómo su mente se abre. Compruebe lo que un texto puede despertar y provocar.

B de bienestar. Quizás no físico, pero con la lectura conseguirá una satisfacción interior plena y completa. Solo es cuestión de cultivarlo un poco, de ejercitarlo.

R de racional, ¿Qué si no? Poder ser capaz de pensar según un criterio propio, razonar y emitir juicios en virtud de un pensamiento individual. ¿No es eso libertad?

O de oasis. De odisea. Abrir un libro se convierte, casi siempre, en una odisea que, una vez leída la última página y cerrado el libro, le hará sentir en un oasis por mucho desierto del que pueda estar rodeado.

Ahora, “Si de verdad les interesa lo que voy a contarles, lo primero que querrán saber es dónde nací, cómo fue todo ese rollo de mi infancia, qué hacían mis padres antes de tenerme a mí, y demás puñetas estilo David Copperfield, pero no tengo ganas de contarles nada de eso.” Ya saben ustedes, así comenzó Salinger su “Guardián entre el centeno” y ese mismo rollo pienso evitarles yo, no teman.

Así que, permíteme tutearte, este homenaje comienza a las puertas de mi librería. Pasemos dentro, es tan tuya como mía –aunque eso no quite que sea solo a mí a quien no deja dormir muchas noches pensando en facturas, pedidos y mil cosas más-. Y en una de las estanterías un libro, discreto y perdido entre tantos, parece llamarte, intenta captar tu atención. Esa portada que te reclama es este pregón. Esa portada es también San Pedro de Alcántara, un rincón de la Costa del Sol bañado por el Mediterráneo que nos canta Serrat, ese Mediterráneo que se acerca y que se va después de besar nuestra aldea y, jugando con la marea se va, pensando en volver, porque tal como continua la conocida canción, se añora y se quiere, sobre todo cuando estas fuera de aquí.

San Pedro con, puede ser, algunos defectos pero con infinitas virtudes. Un rincón con un clima espectacular, tanto que si te mueves en cualquier dirección unos pocos kilómetros ya cambia algo, deja de ser lo mismo por mucho que se quiera parecer. Por tanto, resulta de obligado cumplimiento leer este libro que se nos presenta, que nos llama y atrapa y ya nunca querrás salir de entre sus páginas. Siempre desearás ser parte de él. Léelo. Cuídalo. Mímalo. Lee en una terraza, lee en el paseo marítimo, lee en casa en uno de esos pocos días lluviosos. Pero lee. Por cierto, si toca uno de esos días de agua, encaja perfectamente un buen café. Si toca buen tiempo marida a las mil maravillas una buena copa de vino.

Ya lo tenemos todo. Tenemos música, acompañados por Alejandro, tenemos nuestro libro y, quizás, nos faltaría la imagen del cine, pero eso no es nada que no podamos suplir dejando volar nuestra imaginación. ¿Alguna duda de que somos muy afortunados?

Pues bien, coges ese libro de la estantería, sientes su tacto, ya te dije que en cierto modo no eres tu quien lo eliges, es el libro quien te elige a ti. Pruébalo algún día, entra en cualquier librería, recorre sus estantes, disfrútalo y espera que alguno de los libros allí colocados, esperando pacientemente a su lector,  te susurre al oído que quiere marcharse contigo.

Comienzas a ojearlo y, claro, lo primero que sueles encontrar es la dedicatoria. Normalmente es muy breve, no podía ser menos en este caso, y dice algo así: A ti, San Pedro, si ya cantaba Gardel que 20 años no es nada, los 159 que te contemplan siguen siendo nada. Sigue creciendo, avanza y nunca, nunca, olvides de dónde vienes.

Después es habitual que aparezca un epígrafe, esa cita breve pero cargada de contenido. Dice así: “Uno es valiente cuando, sabiendo que ha perdido ya antes de empezar, empieza a pesar de todo y sigue hasta el final pase lo que pase. Uno vence raras veces, pero alguna vez vence” texto de Matar a un ruiseñor. Maravillosa novela de Harper Lee, genial película también.

En fin, ha sido un rápido vistazo y ya sientes a ese libro parte de ti, toca leer la primera frase de esta historia que hoy estamos compartiendo, esa que debe conseguir atraparte. En este caso, hagamos nuestra aquella de Miguel Delibes en “El camino” que decía: “Las cosas podían haber sucedido de cualquier otra manera y, sin embargo, sucedieron así”. Cuánta sencillez, qué simpleza, realmente cualquier libro bien podría haber comenzado de este modo. Pero NO. Es este, sólo este, el libro que plasma así estas primeras palabras. ¡Y detona brutalmente! Te captura y ya eres completamente suyo, comienzas a pasar páginas, te metes tanto en la trama que no puedes dejar de leer, ¡un capítulo más y a dormir! Pero no será así, este es un libro que, una vez empezado, debemos acabar.

Este libro que estamos devorando contiene un poco de todo. Terror al principio, incertidumbre que con mucho esfuerzo consigues aplacar. Humor, ternura, felicidad y malos momentos, algunos fatales, en su parte central. Y es que así es la vida, una montaña rusa que rara vez se mueve despacio y horizontal. Y, aunque hoy habrá que darle un final, intentaremos que sea un final bonito, cerrado y perfecto, pero lo cierto es que siempre en la última página pondrá “continuará” porque yo seguiré poniendo todo mi esfuerzo y ganas en hacer de esta aventura algo que perdure en el tiempo. Podéis estar seguros.

Leyendo los primeros capítulos de nuestro libro, vemos que la historia nos cuenta los orígenes de una pequeña librería. Abierta aquí, en pleno centro del pueblo. ¿Quién dijo que sería fácil? Esa primera parte nos ubica, nos presenta a los principales personajes que dan vida y sentido a la librería.

El primero, un servidor. Como decía al principio, insisto, probablemente un loco, como si nos hubieran sacado de la “cripta embrujada” o del “tocador de señoras” de Eduardo Mendoza, cual Ignatius en “La conjura de los necios”, como Alonso Quijano, nuestro personaje universal de Cervantes. Más tarde aparece una chica, se llama Isa,  se sube al carro literario y se suma al viaje. Como la señorita Helen de “La librería ambulante”, cual “Matilda” de Roald Dahl, aporta brillantez, frescura y alegría en la historia que cada día reescribimos entre las paredes de esta sucursal de libros. Y por fin, aparece el personaje más entrañable en toda historia, ese que en cuanto lo conoces, te enamoras de él, es una figura que tiene mil nombres, diferentes edades y un sinfín de caras, aspectos y formas de ser. Es todo eso y, además, imprescindible, ya que sin él, sin ellos, toda esta historia caería como un castillo de naipes. No podría ser nada. Cómo no, hablamos del cliente. Del cliente habitual, del puntual y de aquellos a los que ya se debe calificar como amigos. Va a ser esta figura la que siempre quede en el recuerdo, la que marca la historia leída y que, a pesar del paso del tiempo y de olvidar buena parte del argumento, siempre queda ahí, marcada por infinidad de anécdotas y cosas curiosas. Entre nuestros clientes y amistades aparecen algunos sujetos magníficos. Tenemos a nuestro particular Peter Pan, ya entrado en años aunque a él no le gusta llevar la cuenta, pero con el espíritu más joven que se puede imaginar. De vez en cuando nos visita Bastian, cuando deja de vivir aventuras en su “Historia interminable”. Aparece Charlie a veces con un poco de chocolate, eso sí, cuando puede despistar unos minutos al Sr. Wonka. También el Lazarillo, con quien debemos tener mucho ojo si no queremos que nos haga alguna treta. Huckleberry Finn nos hace pasear a veces en un barco de vapor. También viene Pinocho, nos prometió que el tamaño de su nariz sería para siempre el mismo. Y Don Juan Tenorio, que nos cuenta con magnífica prosa sus conquistas de cada noche. A veces, cuando la cosa se pone fea y necesitamos magia, llegan esos momentos en que debemos acudir a lo más selecto para estos menesteres, Harry Potter, Merlín o el mismísimo Gandalf acuden puntuales si se les cita y nos levantan el ánimo, como haría el sombrerero loco ofreciéndonos un té. Ellos, con su magia, son capaces de conseguir prácticamente cualquier cosa.

Otras veces, la librería se transforma y nos transporta a Macondo, allí comemos los platos preparados por Tita, el personaje de Laura Esquivel. Viajamos a Nunca Jamás a lomos de Platero, Dumbo o Bagheera donde nuestros clientes más pequeños alucinan con Stilton, Greg, Mickey Mouse o las aventuras que se corren los cinco. Dorothy nos conduce por un camino de baldosas amarillas, a veces llegamos a Oz, otras al país de las maravillas y, rara vez, acabamos en las Tierras Medias del “Señor de los anillos”.

Ciertos días, cuando ya es muy tarde y la calle está solitaria, dicen que si te asomas al escaparate y pegas mucho la cara, es posible ver fugazmente algún movimiento dentro de la librería. Son momentos en los que personajes ilustres se reúnen y deciden con qué persona se irán en los próximos días. Se puede ver a los buenos de Mortadelo y Filemón, a Rompetechos. A Obélix junto a Tintín. También se dejan ver el Capitán Alatriste, D’Artagnan o el gato con botas. A veces sacan sus armas y se divierten jugando a ver quién es el mejor espadachín, pero no temas por ellos, nunca se querrían hacer daño.

Y como en todo gran cuento, también tenemos nuestros personajes gruñones. Moriarty, Scrooge, la madrastra de Blancanieves o  Long John Silver de La isla del tesoro también aparecen. Permítanme recordar a aquel inolvidable señor que, en un caluroso día de verano, tuvimos el honor de que pasara a visitarnos y nos preguntó si teníamos el último título de Punset, “pero te lo deletreo -pe-u-ene-ese-e-te-… es que quizás por aquí no lo conozcáis”. Lujazo que se marca alguien que tiene a bien venir a una tierra que ha visto nacer a Juan Ramón Jiménez, Premio Nobel, en Huelva. A Antonio Machado, sevillano, que dejó a su caminante hacer el camino con sus huellas, pero mejor no volvamos la vista atrás. A Elvira Lindo en Cádiz, con su manolito gafotas, donde cada año se cantan letras, a veces hechas himnos, de Alba, Pardo o Aragón. A Góngora en Córdoba, inmortalizado en un cuadro por Velázquez, si también este es andaluz. A María Zambrano en Málaga, Premio Cervantes y Príncipe de Asturias, ¡ahí queda eso!. A Lorca en Granada, donde sus letras se hicieron música cantadas por Carlos Cano, ¡anda, que este también es de aquí! A Antonio Muñoz Molina en Jaén, más que premiado y miembro de la Real Academia. A Carmen de Burgos en Almería, adelantada a su tiempo, escritora, periodista y activista por los derechos de la mujer.

Luego están los personajes simpáticos y divertidos, ¡Estos son geniales! Aquella señora que llega al mostrador y te pregunta por un libro que tuvimos hace 2 ó 3 semanas en el escaparate. ¡Vaya, mi memoria! Sí, aquel que tenía una chica con un gorro rojo en la portada. Sí, sí, sí, claro que estoy segura. Era eso, y tenía las letras doradas. Y la tapa dura. Pues no lo creerán, son muchas las veces que estas cuestiones acaban en éxito. Pero resulta que en la portada no había chica, aparecía un caballo y las letras en vez de doradas, eran negras y, adivinen, nada de tapa dura, era una edición de bolsillo.

De este modo, avanzamos páginas, espero que estemos disfrutando la lectura y que, ahora que nos va quedando poco para acabar, leamos más despacio. A mí me pasa a veces, cuando un libro me llena de verdad y no quieres acabarlo, inconscientemente decido bajar las revoluciones, intento leer cada palabra con lentitud, intento pronunciar en mi mente exageradamente, deseando que no acabe.

Pero es irremediable, esta aventura va tocando a su fin. No pasa nada, mañana será parte de nuestra memoria. Para mí personalmente quedará para siempre en un rinconcito especial de mi corazón. Y para todos, llegaran nuevas historias, ya sabes, habrá terror, humor, intriga y amor, mucho amor. Porque de eso se trata, de vivir continuamente un millón de vidas. Recuérdalo, Lee.

Y como ya decía, hay que poner el broche final. Cerrar el capítulo donde todo concuerda por fin. Donde encontramos el pleno sentido a toda la historia que hemos vivido en este agradable rato. Ha sido una fabulosa historia que nos emocionó o nos sacó una sonrisa cuando tocaba. Ahora se baja el telón y tocará meditar reposadamente, asimilar nuestra historia. Pero ya sabes que, nos guste o no, siempre aparece un continuará al pasar la última página. Porque tú,  ¿pensarás seguir haciéndonos compañía siempre, verdad?

Y resulta que llegados al final, nos encontramos con los habituales agradecimientos, aquí el autor siempre destaca a una serie de personas sin las cuales no hubiera sido posible que el libro llegara a nuestras manos. Habría sido una historia, quizás escrita y olvidada en algún cajón que jamás vería la luz sin su ayuda. Es una parte que sé de buena tinta que muchos lectores nos saltamos a veces, pero no será hoy, hoy toca sufrir un poquito más.

Y esta dedicatoria dice algo así:

Gracias en primer lugar a vosotros, que me habéis dado la oportunidad de poder estar aquí como librero, como pregonero de esta feria. En un principio, cuando redactaba las primeras líneas pensé en qué título poner y dudaba entre hacer míos “La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina” de Larsson o “A sangre fría” de Truman Capote, pero en seguida se me pasaron ciertas ansias asesinas por el “marrón” en que me estabais metiendo. Por fin, decidí el título, “Sobre una pequeña librería de San Pedro”. Librería y San Pedro tenían que aparecer, no había otra opción. Son los dos claros protagonistas en estos días que tenemos por delante.

También, cómo no, a los niños. A todos esos niños entre 1 y 99 años que nos hacen ver, como decía el principito, que “las personas mayores nunca pueden comprender algo por sí solas y es muy aburrido para los niños tener que darles una y otra vez explicaciones”.

Gracias a los miembros de nuestro club de lectura “Librorum et Gulae”. Es un privilegio compartir con ellos la pasión por la lectura, una pasión que comenzó a la Intemperie de Jesús Carrasco, y que queda plasmada en nuestras tertulias y en los buenos ratos del Gulae, y es que nosotros disfrutamos tanto la lectura como del buen comer.

Gracias  a esas personas que de un modo u otro, ahora forman parte de mi familia aunque no compartamos sangre ni apellidos.

Y, como excepción, haré dos menciones concretas al mayor y a la más joven. Gracias a Félix, nuestro amigo de 91 años. La experiencia, cultura y sabiduría, pero sobre todo el buen humor diario que nos regala en cada visita nos deja energía en la reserva para una buena cantidad de tiempo. Y un enorme beso para Rebeca, mi ahijada de pocos meses, a la que pienso atiborrar de libros y cuentos para inculcarle la pasión por las letras, intentando en vano parecerme a Alfredo con Toto en la inolvidable cinta de Cinema Paradiso.

Toca también una disculpa para todos esos autores y personajes que se quedan en el tintero, espero que se sientan reflejados en esos que si he mencionado a lo largo de estas líneas.

Algunos de los aquí presentes, y otros que no han podido acompañarnos hoy, se habrán visto reflejados, o al menos esa era la intención, en algún momento de este pregón que aquí acaba, espero que hayan sabido adivinarse en ciertos pasajes. Poner cada nombre que se me venía a la cabeza habría sido imposible.

Me despido, ya sí, deseando que nunca perdáis el hábito de leer, que lo recuperéis si andaba olvidado o que lo encontréis en alguna librería porque, recordad, en alguna de sus estanterías hay un libro esperando que paséis a recogerlo para que os pueda transmitir su magia, porque haciendo un símil de Peter Pan y el batir de palmas para que no muera Campanilla, si no creemos en las librerías, estamos muertos. Así que batamos palmas con energía, quizás sin saberlo consigamos el milagro y alguna, a punto a echar el cierre, consiga mantener sus puertas abiertas mucho tiempo más.

En San Pedro de Alcántara, un uno de julio de 2019

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ETERNA MANDERLAY

“…Anoche soñé que volvía a Manderlay…”, inquietante y perturbador arranque de esta especie de cuento de hadas llamado “Rebeca” que sir Alfred Hitchcock dirigió para los estudios de David O. Selznick en 1940, adaptando la ya maravillosa novela de Daphne du Maurier quien sin duda se ve influenciada por un hecho personal que da como resultado la gestación de la novela. Interpretada por Joan Fontaine y Laurence Olivier estamos ante una de las grandes obras maestras de la historia del cine.

El poderoso influjo de la voz en off se adentra en nuestros oídos para presentarnos la majestuosidad de Manderlay (representación en la ficción de Milton Hall, la casa privada más grande de Cambridgeshire y hogar de los Wentworth-Fitzwilliam)  como un personaje más dentro de esta enrevesada historia de ausencias y presencias, que a medida que avanza va atrapándonos como en una tela de araña de la que es imposible escapar.

Manderlay tiene vida propia pero sin duda la presencia de la señora Danvers (pluscuamperfecta Judith Anderson)  es lo que la mantiene como un templo casi sagrado. El ama de llaves más inquietante de la historia del cine nos sumergirá a través de su gélida mirada en un universo plagado de misterio. El tránsito entre la melancolía por su amada señora de Winter y el odio hacia la nueva inquilina de Manderlay la hará caminar por senderos que escapan de la razón.

“Rebeca” es un cuento de hadas de atmósfera turbia, donde la ingenua  que interpreta Joan Fontaine emula a una especie de Cenicienta indefensa que ante la malvada bruja que puede llegar a representar la señora Danvers va empequeñeciéndose cada vez más. Manderlay, es una mansión casi, se diría, gótica donde la presencia de la antigua señora de Winter puede casi palparse físicamente. El aire que se respira está completamente impregnado de su olor, casi podemos verla a pesar de que en un maravilloso acierto de Hitchcock, jamás aparece. La magia de sir Alfred nos hará intuir y casi sentir cómo era Rebeca de Winter y qué efecto provocó en el intachable George Fortesquieu Maximiliam que tan espléndidamente interpreta Laurence Olivier.  La codicia, los anhelos, las obsesiones, el amor y la falta de éste, el honor, …todo se percibe en el clima que se crea en torno a los gruesos muros de Manderlay. El ambiente casi claustrofóbico va atormentando cada vez más a la nueva “intrusa” que a ojos de la señora Danvers profana con su sola presencia el santuario.

La estética de la habitación de Rebeca nos dirige por caminos del psicoanálisis donde emerge nuevamente la presencia de Danvers para mitificar a su deidad particular. Todo permanece como la última vez que la diosa puso los pies en ella. El modo en que acaricia la ropa interior, la perturbadora mirada de Danvers roza la psicopatía y es ahí donde intuimos la clase de relación que pudo existir entre el ama de llaves y su señora. Una relación lésbica quizá no correspondida por Rebeca que perdura mucho más allá del espacio y el tiempo, más allá de la vida y por supuesto de la muerte. Una especie de devoción donde  Danvers, Rebeca y Manderlay conforman un triángulo mágico que jamás podrá ser profanado. Es aquí donde el fuego cobrará vida como elemento purificador de una importancia sublime.

La ingenua nueva señora de Winter aparece en la historia sin nombre, algo que Hitchcock aprovechará para acentuar aún más la indefensión que el personaje sufre. Sabedor  de que Olivier prefería como compañera de reparto a su esposa, Vivien Leigh, el mago del suspense acrecentó la enemistad entre él y Joan Fontaine para conseguir en pantalla un mayor desamparo aún. El desarrollo de un inequívoco complejo de Electra la lleva a enamorarse perdidamente de Max de Winter, mayor que ella pero que de seguro le recuerda a su padre.

A pesar de la fragilidad del personaje, Hitch sabe encontrar tres momentos donde el personaje apocado se rebela contra su destino haciendo avanzar la historia. Pasaremos de los besos castos del principio (donde el complejo de Electra está aún más latente) a los del tercio final donde incluso la veremos adoptando ya el nuevo rol de señora de Winter.

 El manejo de los espacios en Hitchcock dota a los planos de una modernidad incuestionable. No necesita recurrir a un flash back porque su modo de mover la lente lo explica todo, lo presente y lo ausente, es el rey del inserto.

La muerte de Rebeca es contada de modo distinto en novela y película, un detalle que resta fuerza en el film y cambia la visión que tenemos de la pareja protagonista. Circunstancia que el mago británico utiliza para introducir uno de sus temas recurrentes en su filmografía, el acusado injustamente que trata de demostrar su inocencia.

Y cuando todo parece  que  va a ser resuelto de modo apresurado y políticamente correcto, aparece la secuencia final que nos arrastra a dos existencias paralelas que confluirán en el futuro,  la de la vida probablemente aburrida y tranquila de la pareja protagonista y otra absolutamente arrebatadora y llena de pasión enfermiza entre el triángulo fascinante que forman Danvers, Rebeca y por supuesto…la eterna Manderlay

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El retorno, Dulce María Cardoso

No creo que olvide nunca este libro. El retorno, de la portuguesa Dulce María Cardoso (Tras-os-Montes, 1964), junta tantos atractivos memorialistas, narrativos y sentimentales que marca un hito muy interesante en la literatura de este territorio de extraña mezcolanza que llamamos Iberia.

Cardoso tiene todas las cualidades para que los lectores de España y Portugal no caigamos en el histórico error, por favor, de mirarnos de reojo o de soslayo y hasta con un punto de desconfianza, como ha pasado casi siempre entre estos vecinos en otros muchos ámbitos. Lo logra a través de una forma de contar tierna, muy sincera, cálida, intensa y directa.

Cientos de miles de portugueses, la mayoría de los cuales jamás habían estado en Portugal porque eran colonos en las posesiones lusas del África colonial, se ven obligados a abandonar sus casas y sus vidas por mor de una emancipación bélica, desordenada y caótica. Esa es la base todo cuanto ocurre en El retorno.

La metrópoli, esa «maravillosa» madre europea que el imperialismo decadente contaba en las escuelas de Angola, Mozambique o Cabo Verde, no es ni tan maravillosa ni tan madre. Es más bien una madrastra nada acogedora. Y con ello han de lidiar Rui, el omnipresente protagonista de esta historia dicha en primera persona con gran intensidad, y su familia. Son los retornados, ciudadanos de segunda fila que lo han perdido todo. Y a los que nadie quiere pero a los que la Historia -esta vez con mayúsculas- empuja a tener que dar cabida deprisa y corriendo.

El retorno será objeto de debate en el Club de Lectura de Librería Nobel San Pedro este 2 de mayo a partir de las 19.30 horas. Una cita inexcusable.

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Las confesiones de Antonio Mairena

Hay un libro fundamental si lo que se quiere es explicar a la gente qué y cómo es el Flamenco. Ese título es Las confesiones de Antonio Mairena. Antonio Cruz García, que era su nombre real, vivió entre 1909 y 1983. Esos 74 años de vida los consagró a defender y poner en valor muchos aspectos muy atractivos -por lo auténtico y misterioso a veces- relacionados con la etnia gitana y un cante, toque y baile que acabaron por convertirse en el principal símbolo cultural de Andalucía y, más recientemente, Patrimonio Inmaterial de la Humanidad por la UNESCO.

Esta obra reúne varias cualidades: informa y hace aprender al no iniciado en esta música y lleva al recuerdo y al disfrute al ya conocedor del Flamenco porque lo traslada a su edad dorada. Las confesiones de Antonio Mairena contó con la inteligencia del catedrático de Historia del Derecho por la Universidad de Cádiz, y amigo de Antonio Mairena, Alberto García Ulecia, fallecido en 2003. Simplemente, dejó que Mairena hablase sobre su vida y quehacer y ordenó sus pensamientos por escrito. Por eso figuran ambos como autores.

La de Mairena, como el libro se encarga bien de reflejar, es una figura única. Lo es porque la Historia del Flamenco está minada de artistas para todos los gustos y colores, pero apenas los ha habido que se dedicaran a luchar por esta música -que estuvo denostada durante décadas- desde muy diversos frentes. Antonio Cruz García, Antonio Mairena, se crió en la fragua de una familia gitana de Mairena del Alcor. Y, pese a no haber apenas podido ir al colegio por obligaciones laborales, fue capaz de recuperar cantes, letras y artistas que estaban sumidos o en la pérdida histórica o en el más profundo desconocimiento social. Ésta fue la persona que dignificó el Flamenco, todo un activista. Lo llevó a las instituciones y a los teatros sacándolo de las fiestas de señoritos y de las tabernas. Lo dotó de libros, certámenes, estudios y antologías. Puso en valor toda la cultura que lo rodea.

Esta ingente lucha del cantaor y estudioso mairenero le llevó toda una vida, que de forma resumida pero repleta de datos y reflejos históricos de siete décadas, está reflejada en estas páginas.

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La sonrisa etrusca

Seguro que en el Renacimiento eran más listos que nosotros. Lo digo por cómo me ha maravillado La sonrisa etrusca, que publicara en el ya tan lejano mayo de 1985 un José Luis Sampedro que bien podría haber pertenecido a aquella era de la historia, pues no solo terminó sus días como excelente autor literario y miembro de la Real Academia de la Lengua Española, sino que fue además un notable catedrático de Estructura Económica. Así eran los sabios del Renacimiento. Multidisciplinares, no como ahora. Ahí es nada.

La sonrisa etrusca se centra en los últimos meses de vida de Salvatore Roncone, antiguo y orgulloso partisano de haber participado en la Segunda Guerra Mundial contra los nazis. Roncone -cuyo nombre de guerrillero era Bruno- acude a Milán desde la sureña Calabria para someterse a un tratamiento médico. Esta estancia en el gris y frío territorio norteño sirve a Sampedro no solo para recrearse en las diferencias entre la Italia del norte y la del sur, sino también en las que hay entre tiempos y generaciones que al Zío Roncone ya le cogen tan a trasmano…

Ésta es una novela sobre la vejez, el amor, la familia, el progreso con sus pros y contras, la lucha y la vitalidad. Tiene un fuerte pero ameno y entreverado contenido político e histórico y, además, es toda una elegía sobre el placer y la ternura de ser abuelo. Sampedro describe a los personajes, los lugares y los momentos con absoluta maestría, lo que hace que el ritmo narrativo fluya con una naturalidad pasmosa.

Absolutamente recomendable.

 

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