El hombre perfecto

“…Atticus había dicho una vez que nunca se conoce realmente a un hombre hasta que uno se ha calzado sus zapatos y caminado con ellos”. Este fragmento de Matar a un ruiseñor (To kill a mockingbird 1962) de Robert Mulligan resume cómo era Atticus Finch y su ideal de ser humano. Capaz de aunar en su persona todas las cualidades que harían de este mundo un sitio mejor si todos lo imitáramos.

Harper Lee escribió una novela, ganó el Pulitzer y se retiró. Nunca más concedió entrevistas y no volvió a publicar nada. Su novela se convirtió en una de las mejores películas que se han hecho jamás sobre la condición humana. El relato autobiográfico de una de las grandes amigas de Truman Capote, fue llevado primorosamente por uno de los directores más elegantes que daría el nuevo Hollywood.

Matar a un ruiseñor nos presenta al hombre perfecto, Atticus Finch, un abogado viudo que vive en el sur de Estados Unidos con sus dos hijos y que deberá defender a un hombre negro de una violación que no cometió. El conflicto racial que se crea en la zona será el telón de fondo de una historia que nos habla además de la niñez, de valores como la tolerancia, la humildad, la dignidad y sobretodo la templanza y es que si hay un personaje en la historia del cine que represente esta virtud sin duda ese personaje es Atticus (excelso Gregory Peck, confiriendo al personaje tal veracidad que la propia Harper Lee le reconocía el parecido con su padre, verdadero inspirador de la novela). Atticus es justo, sabe que tiene que defender al acusado, a pesar de ser un hombre negro, porque eso es lo que le ha enseñado a sus hijos. Les ha enseñado que todos somos iguales y sabe que si no defiende a Tom Robinson, jamás podría volver a mirarlos a la cara.

Atticus es el héroe al que todos debemos aspirar. Nunca utiliza la violencia, no la necesita, su arma es el diálogo, su capacidad de argumentar, su firmeza a la hora de defender lo justo. Atticus es el hombre más justo que jamás conoceremos. Sus hijos lo admirarán eternamente y nosotros al verlo en pantalla ya nunca querremos ser otro hombre sino Atticus Finch. Le gusta leer en el porche un libro y contarle cuentos a sus hijos antes de dormir. Representa como nadie lo más noble del ser humano.

Matar un ruiseñor es un alegato contra el racismo, una visión sobre la niñez, una revisión de la tolerancia y sobretodo un ejercicio majestuoso de didáctica. También es una crítica a esa sociedad que crió a hombres honrados en la creencia de que los negros son una raza inferior. Veremos cómo es esa América post depresión del 29 a través de los ojos de los niños.

Robert Mulligan procedía de esa generación de directores que dieron el salto de la televisión al cine, directores como Delbert Mann, John Frankenheimer, Arthur Penn o Franklin J. Schaffner. Directores que imprimieron un nuevo sello al cine de finales de los 50 y principios de los 60. Cineastas que reflejaron como nadie el cambio que el mundo estaba experimentando.

En Matar a un ruiseñor Mulligan a través del texto de Harper Lee nos muestra ese mundo decadente del viejo sur, de ambientes claustrofóbicos donde el sudor lo empaña todo. Casi podemos sentir ese calor asfixiante en cada plano del pueblo. Un mundo donde los negros son seres inferiores y no tienen derecho ni a vivir cerca de los blancos. Costumbres arraigadas profundamente, en un Sur de los Estados Unidos, que veremos también en cintas como Tiempo de matar ( A time to kill 1996) de Joel Schumacher donde un joven abogado, Matthew McConaughey, nos lleva irremisiblemente a Atticus Finch, nuestro héroe perfecto. Si Tiempo de Matar busca el exceso para hacer el mismo alegato que Matar a un ruiseñor ésta es todo lo contrario, una película contenida donde los momentos duran lo que deben durar sin alargarse innecesariamente, sin concesiones, que no cae en la sensiblería y que además tiene a un protagonista que hace de esa contención una excelente virtud (Oscar más que merecido para Gregory Peck).

Toda niña experimenta una visión idílica de su padre pero aquí Harper Lee y por ende Robert Mulligan consiguen hacer que esa visión que la niña (Mary Badham) tiene sobre Atticus traspase la pantalla y todos nos sintamos fascinados por un personaje al que quisiéramos parecernos para hacer de éste un mundo mucho mejor.

La música de Elmer Bernstein nos sumerge de un modo fascinante en ese pueblo donde los hijos de Atticus y su relamido amigo (Truman Capote de pequeño) descubrirán lo que realmente merece la pena ser aprendido. Es aquí donde vemos el talento de Mulligan para saber aprovechar ese diamante en bruto que era el texto de Harper Lee. Como dijo alguien una gran película es aquella que hace que al terminar de verla queramos ser mejor persona. Matar un ruiseñor es sin duda una de esas películas

Rubén Moreno

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El eterno recuerdo de una puesta de sol

...Nueva York era una metrópoli perfectamente consciente que en las grandes capitales no era “bien visto» llegar temprano a la ópera; y lo que era o no era «bien visto» jugaba un rol tan importante en la Nueva York de Newland Archer como los inescrutables y ancestrales seres terroríficos que habían dominado el destino de sus antepasados miles de años atrás…

Este fragmento de la novela  “La Edad de la Inocencia” de Edith Wharton ejemplifica cómo era el Nueva York de 1870, la época en que se desarrolla la historia de amor prohibido entre Newland Archer y Ellen Olenska. Una historia absolutamente arrebatadora que cautivó a otro de los directores, junto a Woody Allen, enamorados de Nueva York. Hablamos nada menos que de Martin Scorsese,  quien alejado de su habitual cine, rinde de nuevo homenaje a la ciudad que nunca duerme  en una magnífica adaptación que fue llevada al cine en 1993 con un exquisito y refinado gusto  y donde la fotografía de Michael Ballhaus y la música de Elmer Bernstein se convierten en personajes secundarios de lujo.

Galardonada con el Premio Pulitzer de 1921,  la novela es un tratado sobre la sociedad endogámica del Nueva York de finales del XIX. Un retrato de la intolerancia, la hipocresía y las normas férreas que la sociedad de entonces impone como precio a todo aquel que osa pertenecer a ese selecto grupo llamado la Alta Sociedad neoyorquina de los Mingott, los Welland, o los Van der Luyden. La  fidelidad a la novela es un complemento ideal para la construcción de una película que con el tiempo se convierte ya en un clásico del cine.  Scorsese mueve la cámara con pulso firme para adentrarnos en un microcosmos ya reproducido en novelas similares como  la excelente “Washington Square” de Henry James.

En “La edad de la Inocencia” el trío protagonista se antoja imprescindible y absolutamente arrebatador. Los tres personajes se afianzan en sus roles iniciales para ahondar en un universo pleno de dobles morales y de hipocresía. Una sociedad extremadamente claustrofóbica que además incide en el papel superfluo de la mujer en el devenir diario.  ( …era absurdo tratar de emancipar a una esposa que no tenía el menor interés por conocer el significado de dicha emancipación…) Es por ello que cuando la condesa Olenska (maravillosa Michelle Pfeiffer) pretenda regresar al mundo en el que creció sea considerada una intrusa, una especie de proscrita, aunque las apariencias por supuesto  muestren lo contrario.  La idea de divorciarse chocará con la intransigencia de una especie de clase social donde esas cosas no son aceptadas y menos cuando la mujer es la que pretende llevar la iniciativa.  Por otro lado Newland Archer (Daniel Day Lewis) y May Welland (Winona Ryder) representan lo que esa sociedad quiere mostrar pero la historia nos relata la lucha interna,  en principio,  solo de Archer,  por reivindicar su derecho a sentir y a desear por encima de las convenciones sociales. Con el desarrollo del film podemos ir sintiendo como dicha lucha interna de Archer no es solo suya, la condesa Olenska y también May serán víctimas de esas convenciones y es aquí donde aparece un Scorsese magistral quien apoyado en el magnífico texto de Wharton desarrolla una serie de movimientos de cámara y de planos que convierten a esta película en una auténtica joya.

La capacidad de Scorsese para adentrarse en los personajes y en sus pensamientos, parte de la intencionalidad a la hora de colocar la cámara y sobretodo el uso de la luz en cada momento. Los momentos entre Archer y Ellen son filmados con primeros planos lentos que ejemplifican  el inicio del acercamiento entre ellos.  De entre todos esos planos queda el eterno recuerdo de una puesta de sol en ese plano majestuoso del embarcadero mientras Ellen Olenska es observada por Newland Archer  y un barco cruza el horizonte en el momento que ella es filmada de espaldas.

“La edad de la inocencia” nos hace un perfecto dibujo de una pasión amorosa prohibida que ante la imposibilidad de consumarse consigue que perviva en el espectador gran parte de ese dolor que sufren los protagonistas. La suntuosidad del primer tramo de la cinta donde se nos es presentada esa inquisidora sociedad neoyorquina, pasa con el crecimiento de los personajes  a transformarse en un relato íntimo y lleno de matices y subtexto. Las miradas de Day Lewis y Pfeiffer cuando se ven en presencia de otras personas son retratadas magistralmente por el cineasta neoyorquino  a través de una exquisita puesta en escena donde el director transita en la necesidad de analizar todos esos códigos que coartan las libertades personales. La aparente fragilidad de May Welland que en realidad solo es aparente, entronca con el dilema moral que plantea la novela y por ende Scorsese al dibujarnos un escenario donde los valores de dicha sociedad pretenden imponerse a los deseos y sentimientos propios. En esa lucha, los damnificados siempre son aquellos cuya catadura moral es mayor,  mientras los jerarcas hipócritas que rigen las normas salen indemnes siempre. Esa sucesión de impecables modales corteses esconden en la mayoría de los casos una mezquindad capaz de acabar con la reputación de cualquiera que ose poner en entredicho tal establishment.

La vacuedad de ese mundo y lo que conlleva dejan  un poso de tristeza y melancolía en el protagonista que el espectador hará propio sobretodo a través de la mirada de Archer en una secuencia final antológica donde de nuevo evocará esa puesta de sol a través de su recuerdo. Este profundo, contenido y armónico melodrama permanece repleto de eufemismos, de silencios que pretenden actuar como elemento de comunicación y representa además todo un manual de “corrección” aparente  frente a cualquier elemento perturbador o transgresor.  Será este el espacio en el que Newland Archer y Ellen Olenska vean pasar por delante su felicidad teniendo que decidir qué camino escoger,… el correcto o el que quieren.

Rubén Moreno

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ETERNA MANDERLAY

“…Anoche soñé que volvía a Manderlay…”, inquietante y perturbador arranque de esta especie de cuento de hadas llamado “Rebeca” que sir Alfred Hitchcock dirigió para los estudios de David O. Selznick en 1940, adaptando la ya maravillosa novela de Daphne du Maurier quien sin duda se ve influenciada por un hecho personal que da como resultado la gestación de la novela. Interpretada por Joan Fontaine y Laurence Olivier estamos ante una de las grandes obras maestras de la historia del cine.

El poderoso influjo de la voz en off se adentra en nuestros oídos para presentarnos la majestuosidad de Manderlay (representación en la ficción de Milton Hall, la casa privada más grande de Cambridgeshire y hogar de los Wentworth-Fitzwilliam)  como un personaje más dentro de esta enrevesada historia de ausencias y presencias, que a medida que avanza va atrapándonos como en una tela de araña de la que es imposible escapar.

Manderlay tiene vida propia pero sin duda la presencia de la señora Danvers (pluscuamperfecta Judith Anderson)  es lo que la mantiene como un templo casi sagrado. El ama de llaves más inquietante de la historia del cine nos sumergirá a través de su gélida mirada en un universo plagado de misterio. El tránsito entre la melancolía por su amada señora de Winter y el odio hacia la nueva inquilina de Manderlay la hará caminar por senderos que escapan de la razón.

“Rebeca” es un cuento de hadas de atmósfera turbia, donde la ingenua  que interpreta Joan Fontaine emula a una especie de Cenicienta indefensa que ante la malvada bruja que puede llegar a representar la señora Danvers va empequeñeciéndose cada vez más. Manderlay, es una mansión casi, se diría, gótica donde la presencia de la antigua señora de Winter puede casi palparse físicamente. El aire que se respira está completamente impregnado de su olor, casi podemos verla a pesar de que en un maravilloso acierto de Hitchcock, jamás aparece. La magia de sir Alfred nos hará intuir y casi sentir cómo era Rebeca de Winter y qué efecto provocó en el intachable George Fortesquieu Maximiliam que tan espléndidamente interpreta Laurence Olivier.  La codicia, los anhelos, las obsesiones, el amor y la falta de éste, el honor, …todo se percibe en el clima que se crea en torno a los gruesos muros de Manderlay. El ambiente casi claustrofóbico va atormentando cada vez más a la nueva “intrusa” que a ojos de la señora Danvers profana con su sola presencia el santuario.

La estética de la habitación de Rebeca nos dirige por caminos del psicoanálisis donde emerge nuevamente la presencia de Danvers para mitificar a su deidad particular. Todo permanece como la última vez que la diosa puso los pies en ella. El modo en que acaricia la ropa interior, la perturbadora mirada de Danvers roza la psicopatía y es ahí donde intuimos la clase de relación que pudo existir entre el ama de llaves y su señora. Una relación lésbica quizá no correspondida por Rebeca que perdura mucho más allá del espacio y el tiempo, más allá de la vida y por supuesto de la muerte. Una especie de devoción donde  Danvers, Rebeca y Manderlay conforman un triángulo mágico que jamás podrá ser profanado. Es aquí donde el fuego cobrará vida como elemento purificador de una importancia sublime.

La ingenua nueva señora de Winter aparece en la historia sin nombre, algo que Hitchcock aprovechará para acentuar aún más la indefensión que el personaje sufre. Sabedor  de que Olivier prefería como compañera de reparto a su esposa, Vivien Leigh, el mago del suspense acrecentó la enemistad entre él y Joan Fontaine para conseguir en pantalla un mayor desamparo aún. El desarrollo de un inequívoco complejo de Electra la lleva a enamorarse perdidamente de Max de Winter, mayor que ella pero que de seguro le recuerda a su padre.

A pesar de la fragilidad del personaje, Hitch sabe encontrar tres momentos donde el personaje apocado se rebela contra su destino haciendo avanzar la historia. Pasaremos de los besos castos del principio (donde el complejo de Electra está aún más latente) a los del tercio final donde incluso la veremos adoptando ya el nuevo rol de señora de Winter.

 El manejo de los espacios en Hitchcock dota a los planos de una modernidad incuestionable. No necesita recurrir a un flash back porque su modo de mover la lente lo explica todo, lo presente y lo ausente, es el rey del inserto.

La muerte de Rebeca es contada de modo distinto en novela y película, un detalle que resta fuerza en el film y cambia la visión que tenemos de la pareja protagonista. Circunstancia que el mago británico utiliza para introducir uno de sus temas recurrentes en su filmografía, el acusado injustamente que trata de demostrar su inocencia.

Y cuando todo parece  que  va a ser resuelto de modo apresurado y políticamente correcto, aparece la secuencia final que nos arrastra a dos existencias paralelas que confluirán en el futuro,  la de la vida probablemente aburrida y tranquila de la pareja protagonista y otra absolutamente arrebatadora y llena de pasión enfermiza entre el triángulo fascinante que forman Danvers, Rebeca y por supuesto…la eterna Manderlay

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LA INOCENCIA ARREBATADA

Ningún recuerdo pervive más en nuestro interior que aquel que es adquirido siendo un niño. Nada de lo que venga después podrá desplazar a aquello que se adentró en nuestro ser cuando empezábamos a vivir.

En 1999 José Luis Cuerda adaptó  el libro de relatos de Manuel Rivas “¿Qué me quieres amor?” para regalarnos una maravillosa e iniciática película que emociona desde la verdad. Supone el descubrimiento de un actor infantil como Manuel Lozano y una nueva exhibición  interpretativa de ese coloso del cine mundial que era Fernando Fernán Gómez.

“La lengua de las mariposas” es sobre todas las cosas un admirable homenaje a aquellos maestros de la República que introdujeron métodos innovadores que toparían con la siempre inoportuna oposición,  primero de la Iglesia (“…a veces el infierno somos nosotros mismos…”)  y luego del Estado Autoritario saliente tras la contienda nacional. El lazo que une al profesor Don Gregorio con Montxo, el niño protagonista,  será tan estrecho que hasta el cura del pueblo se quejará de la inclinación del joven alumno por las ciencias en lugar de por la religión “…Nidos tepentes absilunt aves..” (Saltan las aves del calor de los nidos).

La relación que nacerá entre profesor y alumno nos lleva irremisiblemente a un tema recurrente en la historia de la filmografía pero la sensibilidad con la que el director manchego nos acerca a los personajes hará que todo fluya de manera ágil y solvente. A pesar de los tópicos que puedan presentarse ésta es una historia donde el componente pedagógico y sentimental impregna toda la cinta. Las continuas referencias al desarrollo en el alumno de la capacidad para despertar la curiosidad entroncan con la idea de libertad que quiere transmitir el film en la figura del viejo profesor “…Libertas virorum fortium pectora acuit…”(La libertad estimula el espíritu de los hombres fuertes).  La idea primigenia de que solo en dicha libertad el hombre es capaz de lograr todo lo que se propone y crecer como persona se contrapone con la enseñanza rígida e inmovilista que predominaría tras la Guerra Civil.

“…Si conseguimos que una sola generación crezca libre en España, ya nadie les podrá arrancar nunca la libertad, nadie les podrá robar ese tesoro…”

La libertad como tema principal de la película (“…las mujeres podemos votar gracias a la República…”) Don Gregorio ejemplifica esos maestros de la República que serían duramente reprimidos, algunos exterminados y otros privados de poder ejercer hasta el fin de sus días de forma oficial. “…ustedes los maestros son las luces de la República…” dirá con orgullo el personaje del padre de Montxo, el sastre del pueblo quien henchido de satisfacción se proclama “…republicano y de don Manuel Azaña…”. La idea de una escuela pública, laica y mixta, el alumno como protagonista de su formación, …el anhelo de enseñar a los niños en base a sus conocimientos y no a su capacidad económica. La ILE (Institución Libre de Enseñanza) como verdadero soporte intelectual. Todo quedará erradicado tras la sangrienta Guerra Civil que supondrá un retroceso descomunal en la formación y crecimiento del país.

Aún destacando el contexto político e histórico en el que situamos la película (los meses previos al Golpe de Estado que provoca la Guerra Civil del 36) es importante destacar que Cuerda no hace una utilización maniquea de este contexto y  quizá lo más destacado es el elemento puramente pedagógico. El despertar a la vida del pequeño Montxo,a través de las enseñanzas libres de prejuicios moralistas del viejo profesor, son una constante que además refuerzan la idea de que la docencia debe ejercer en el alumno un efecto más constructivo que instructivo. El aprendizaje significativo de Vygostky y cómo dirigir y organizarlo como paso previo a la adquisición por parte del niño de las facetas ya interiorizadas que le permitan dominar las estructuras cognoscitivas que la actividad requiera. En definitiva enseñar a descubrir a los niños cómo realizar las tareas en lugar de explicarles cómo solucionarlas.  Destacan aspectos como la atención individualizada de los alumnos, las salidas a la naturaleza, el conocimiento práctico del entorno, las clases participativas, …la capacidad de don Gregorio para hacer pensar a sus alumnos. Tampoco es casual la inclusión de la lectura de poemas de Machado en la escuela ya que el poeta sevillano será un referente cultural imprescindible en la República.

Además de la relación puramente docente entre alumnos y profesor encontramos elementos iniciáticos que también son permeables en el niño. No es casualidad que su hermano toque el saxofón en la orquesta del pueblo de la que Montxo es el abanderado. La música tiene aquí una importancia enorme, tanto en la banda sonora que impregna de nostalgia toda la cinta como en la utilización del pasodoble “En er Mundo” que establece un paralelismo precioso entre el descubrimiento del primer amor y la primera decepción amorosa a través de una maravillosa interpretación del mismo en la verbena de Santa Marta de Lombás. (el mismo pasodoble lo utiliza Erice en “El Sur” para ejemplificar otro tipo de amor, esta vez padre e hija)

Con un guión prodigioso del maestro Rafael Azcona, estamos ante un ejercicio de cine de un director que ya nos había maravillado en “El bosque animado” (adaptando al gran Wenceslao Fernández Flórez) y en la imprescindible “Amanece que no es poco”. Si en estas dos cintas nos había mostrado sus magníficas dotes para dirigir comedia costumbrista, aquí realiza un magnífico trabajo sobretodo en la dirección de actores, en la puesta en escena y en una sucesión de planos entre los que destacan los que suponen un vínculo entre profesor y alumno a través de la mirada embelesada de éste. El asombroso talento de Azcona para retratar arquetipos como el cacique del pueblo, la Iglesia que va perdiendo fieles con la República o reflejar la cobardía o traición como elementos de supervivencia a costa de la propia dignidad son elementos cruciales en el desarrollo final de la  película.

La cinta se cierra como en un círculo y de nuevo Montxo tendrá que afrontar cómo será su vida a partir de ese momento  tras haberle sido arrancada la inocencia. El director nos hace un guiño final quizá de optimismo, cuando el niño grite esas dos palabras que lo unirán de por vida al maestro: Tilonorrenco, Espiritrompa…Es justo en ese instante en el que notaremos como el corazón se nos encoge y un nudo recorrerá nuestras gargantas emocionados, estremecidos y por supuesto …conmovidos.

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EL CINE HECHO POESÍA

Dicen que siempre regresamos al lugar donde fuimos felices, aunque solo sea con la mente. Eso es el sur, el lugar al que regresar para alcanzar la felicidad. Ese sur que evoca atardeceres, luz y alegría. El sur es olor a jazmín y a hierbabuena, a naranjos en flor. Es un paisaje lleno de olivos y es el mar que baña sus tierras. El Sur, es un paraíso donde una vez Agustín fue feliz.

En 1983 Víctor Erice dirigió su segunda película,  “El Sur”. Una magistral obra de arte nacida desde el intimismo y que a su vez, paradójicamente,  es una obra inacabada. Según palabras de su propio creador, esta cinta no muestra el espíritu de una historia que nace de la pluma de Adelaida García Morales, pareja del propio Erice,  en dos relatos cortos llamados “El sur” y “Bene”que Anagrama editó dos años después de la película. Esa segunda parte que jamás vio la luz cinematográfica nos muestra ese sur que cobra vida para dejar de ser ese elemento mágico y a la vez misterioso al que querer regresar. El sur aparece para mostrarnos ese viaje que Agustín nunca podrá realizar, a través de Estrella, su hija y auténtica protagonista del film, ya que es su visión la que se nos presenta como guía para entenderlo todo.  

Los problemas de producción hicieron que la obra quedara tal y como la conocemos dotándola de otro sentido, igualmente maravilloso pero diferente al ideado por Erice. La obra cercenada nos presenta al sur como algo utópico, un universo donde poder alcanzar la felicidad perdida, un paraje lleno de luz que lo inunda todo y que contrasta con el evidente y sombrío norte que simboliza aquí la amargura, la tristeza y la melancolía de la España de los cincuenta.

“El Sur” es un viaje iniciático, un camino desde la infancia a la madurez. Tratado desde espacios invisibles donde las cosas se intuyen y los silencios se vuelven protagonistas. Nos habla también de los exilios del protagonista, el externo al tener que vivir en el norte y del interno  donde la melancolía y la nostalgia lo invaden todo. El intimismo de Erice nos hace circular por senderos que se nos vuelven lugares comunes pero que a su vez nos emocionan.

El estilo de Erice es poético, visualmente tiene una fuerza enorme, construyendo una película a base de recuerdos. Los recuerdos de Estrella a través de los cuales conoceremos cómo era la historia. Unos recuerdos que nos invaden desde la poderosísima mirada de Sonsoles Aranguren,  la actriz que la interpreta de pequeña hasta una adolescente Icíar Bollaín que representa esa edad en la que todo empieza a ser cuestionado. Es en este viaje donde encontraremos el sentido a lamelancolía del personaje de Agustín, un extraordinario Omero Antonutti, que guarda un secreto que Estrella intentará descubrir.  En la cinta que Erice pensó, Estrella al descubrir dicho secreto cerraría el círculo iniciado en esa primera escena donde la vemos mover un péndulo que ejemplifica su mundo interior para presentarnos la historia como una especie de diario de imágenes y recuerdos de la propia Estrella.

 La relación con su padre transita por el misterio, la magia, y una complicidad que no poseen ninguno de los miembros de la familia. Crece entre la admiración y el saber que existe ese secreto que su padre oculta y que la hará conocerle como nadie. La voz en off de Estrella, ya adulta, nos hace viajar a la memoria diferenciándonos claramente el mundo real del que imaginamos. La idealización del padre  da paso a un mayor entendimiento que culmina con una secuencia maravillosa casi al final de la película.

Los planos de las miradas de fascinación de la niña al padre se reflejan perfectamente consiguiendo que el espectador empatice con la relación padre-hija desde el primer momento. Esto sin embargo está rodado con sobriedad y belleza, cualidades que son un sello personal en el cine de Erice. La capacidad para emocionarnos de este director queda reflejada en una secuencia icónica dentro del cine español, donde suena el pasodoble “En er Mundo” y la cámara se sitúa en contrapicado mostrando  el baile el día de la Comunión de Estrella entre su padre y ella. Desde la admiración que la niña siente, la cámara se fija desde abajo realzando las miradas cómplices de amor verdadero entre padree hija.

Estamos ante la película más grande de la historia del cinepatrio, un ejercicio de buen gusto, que nos reconcilia con un modo distinto de hacer cine basado en la pausa, en el uso adecuado de los tiempos, de un lirismo visual que entronca con la emoción de contar historias a través de los sentimientos, un relato evocador de singular belleza que posee la magia de ser una perfección inacabada y que nos obliga a transitar por ese mencionado trayecto de emociones y poesía visual.

Rubén Moreno

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EL BOSQUE DE LOS HOMBRES LIBRO

«Solo se alcanza la felicidad, estando todos al mismo nivel, por eso debemos quemar los libros…” Esta perniciosa afirmación ejemplifica el pensamiento único que trata de envilecer las mentes humanas homogeneizando todas las opiniones, sueños y comportamientos.

 Ray Bradbury  publicó en 1953 una maravillosa novela que François Truffaut llevó al cine en 1966. Surgida como crítica a la manipulación que empezaban a ejercer determinados medios de comunicación que postergaban a la cultura a un plano totalmente secundario; la novela es también un canto a la libertad de pensamiento que se ve coartada desde determinados espacios de poder. En plena Caza de Brujas del senador MacCarthy la historia además supone una reivindicación de las libertades que se estaban suprimiendo durante ese período negro de la historia de Estados Unidos.

La idea principal de “Farenheit 451” circula sobre un futuro distópico en el que el Cuerpo de Bomberos no se dedica a apagar incendios sino a la quema de libros (de ahí el título, ya que la temperatura a la que arde el papel son esos 451 grados) . ¿Por qué quemar libros? El Estado no puede permitir que los ciudadanos desarrollen inquietudes intelectuales que les distraigan del discurso oficial. Este panorama desolador nos lleva una sociedad absolutamente idiotizada que basa su existencia en la superficialidad, en la materialidad y que venera todo lo que contempla a través de una gran pantalla en casa. Una sociedad en la que además de estar prohibidos los libros también lo están cosas tan sencillas como conducir despacio o simplemente dar un paseo. En este escenario el protagonista de la historia, Guy Montag (Oskar Werner)  un bombero,  conoce a Clarisse, una chica potencialmente peligrosa ya que en palabras del jefe de Montag, “…no se plantea cómo hacer las cosas sino el por qué…”. A partir de este encuentro el hasta entonces disciplinado Montag comenzará a redefinir  nuevos escenarios en su propia existencia.

Truffaut alejado de sus orígenes de la Nouvelle Vague supo plasmar su sello en esta adaptación guionizando junto a Jean Louis Richard el texto de Bradbury, cambiando algunas cosas de la novela en beneficio del lenguaje narrativo de la propia película. Así podemos encontrar como uno de los personajes clave en la novela, Faber es aquí solo citado de pasada y sustituida su influencia por la chica que Montag conoce. Es ella la que le hablará de ese refugio llamado “el bosque de los hombres libro”, el lugar al que huir para salvar la cultura. Un lugar maravilloso al que escapar y donde los disidentes han ido memorizando los libros para que nunca se pierdan.

Una adorable Julie Christie interpreta dos papeles a la vez, el de la esposa de Montag, llamada aquí Linda (Mildred en la novela) y el de Clarisse que aquí es una profesora de 20 años (en la novela es una estudiante de 17). La genialidad de Truffaut lleva a la actriz británica a sustituir las dos opciones primeras, Jean Seberg y Jane Fonda, utilizandola para los dos papeles, a los que diferenciará en pantalla a través del corte de pelo y de unos encuadres distintos. A Linda la filma de perfil para resaltar la desconfianza que transmite y a Clarisse de frente para ensalzar todo lo contrario… su transparencia.

Esta idea, junto a la del uso de la fotografía de Nicholas Roeg, de un cromatismo basado en tonos rojos que resalta la idea del fuego como elemento destructor de todo,  entronca de forma brillante con la necesidad de contar la angustia de una sociedad abocada a la destrucción. La guerra está presente en la novela de forma mucho más evidente, así como la manipulación de los medios que la ocultan al pueblo. En la novela de Bradbury la referencia a la guerra nos lleva a un desenlace más esperanzador que el de la cinta de Truffaut quien por otro lado filma una maravillosa secuencia en “el bosque de los hombres libro”, bajo la influencia hitchcockiana de la música de Bernard Hermann, que dota de un lirismo extraordinario ese momento mágico en el que los disidentes van presentándose no como personas sino como las obras que han memorizado.

Las referencias literarias de la cinta de Truffaut vienen de sus propios gustos personales y así podemos encontrar citas a J.D. Sallinger, Marcel Proust, Henry Miller, Mark Twain, Herman Melville, Dostoievski, Dickens o Jane Austen entre otros.

Es el momento de plantearse si seríamos capaces de vivir en un mundo donde no existieran los libros, donde los grandes clásicos que nos han acompañado toda la vida dejarán de existir y fueran olvidados. Este escenario, absolutamente desolador adquiere una peligrosa vigencia en los tiempos actuales donde se desprecian las formas culturales diversas y se intentan coartar los derechos fundamentales de la creación artística en forma de censura velada o no. La supresión total o parcial de cualquier manifestación artística debería hacernos replantear nuestro modelo de sociedad.

Mientras tanto podemos seguir disfrutando de ese inmenso placer que son los libros, ese vehículo extraordinario que nos hace viajar sin movernos, nos abre la mente, nos llena de ilusiones, nos da esperanzas y sobretodo nos hace mejores personas.

 

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A VECES EL CRIMEN HUELE A MADRESELVA

 

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“How could I have known that murder can sometimes smell like honeysuckle?” (Cómo podía saber que el crimen a veces huele a madreselva). Con esta frase Walter Neff nos describe a través de un flash back maravilloso su descenso a los infiernos.

En  1944 Billy Wilder llevó a la gran pantalla bajo el nombre de “Perdición”  la novela corta, sólo 138 páginas, “Pacto de Sangre” de James M. Cain. “Double Indemnity” que es su título original  es una de las obras cumbres del film noir. Una obra sin la que sería imposible entender este fascinante género cuyos límites siempre han resultado algo difusos y motivo de debate. En cualquier caso, “Perdición” contiene los aspectos clásicos del género, la femme fatale, la voz en off, los ambientes turbios, el sexo, el poder, las miserias humanas, …Todo agitado en un cóctel maravillosamente escrito, como decíamos,  por el norteamericano  de origen irlandés, James M. Cain, autor entre otras grandes obras de “El cartero siempre llama dos veces” o la prodigiosa “Mildred Pierce”. El guion corrió a cargo nada menos que de Raymond Chandler y el propio Billy Wilder quienes elaboraron un texto preciso y medido que respetaba enormemente la novela original.

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En cuanto vemos aparecer a Phyllys Dietrichson, una prodigiosa Barbara Stanwyck,  bajando de la escalera con su pulsera al tobillo nos damos cuenta de que Walter Neff (Fred MacMurray) va a hacer todo lo que ella le pida. Sin embargo, a diferencia, del pelele clásico (figura que nace como uno de los elementos vertebradores del género junto a la femme fatale) aquí el señor Neff sabe que va a caer bajo el influjo de Phyllis pero no de manera inocente. Existe también en el propio Neff algo turbio que lo empuja a convertirse en un ser despreciable. No estamos por tanto solo ante la manipuladora actitud de Phyllis Dietrichson, sino que parecería que ambos están condenados a encontrarse,  ya que son dos caras de una misma moneda. Ambos son ambiciosos, codiciosos, no se conforman con lo que tienen, siempre piden más y eso lo incluye todo. El famoso código Hayes seguramente nos privó de ver en pantalla la carnalidad del deseo que subyace en las miradas de Phyllis y Walter. Intuimos pero no vemos y eso quizá aumenta aún más la grandeza del film, los diálogos mordaces y llenos de simbolismo y  la carga sexual (…en este Estado hay límite de velocidad, sr Neff…) que nadie como Billy Wilder para poder desarrollar. Wilder sugiere, evita subrayados innecesarios y se apoya en un texto maravilloso para poner la cámara y hablarnos con ella. Nos coloca a los dos protagonistas a distinta altura en la secuencia donde se encuentran por primera vez. En ese momento inicial, es Phyllis la que tiene el mando. De ahí su seductor descenso por las escaleras. La secuenciación del crimen nos irá poniendo a ambos protagonistas en distintos estados. El crimen es metódicamente preparado, nada puede quedar al azar, cualquier cabo suelto será peligroso y más con Barton Keyes (un Edward G. Robinson portentoso) , jefe de Neff y su “famoso hombrecito del estómago” (referencia constante de Keyes cuando desconfía) al acecho.  Por eso Phyllis y Walter planean de forma milimétrica como será el asesinato y ahí Wilder los iguala en cámara. Ya no tenemos al clásico pelele manipulado, sino a un cómplice totalmente entregado a la causa de tal modo que Phyllis prácticamente pasa de ideóloga a simple espectadora. Las armas de mujer para seducirlo quedan pronto  al descubierto pero Neff lo sabe y no lo intenta remediar, sabe del peligro que supone la señora Dietrichson pero algo dentro de su ser lo arrastra a la perdición sin dar marcha atrás. La mirada de Stanwyck atraviesa la pantalla y describe como pocas veces el dramatismo y la turbación del personaje. Como toda femme fatale su plan cuidadosamente estudiado contiene un giro con el que no cuenta su presa y es ahí donde Phyllis se vuelve aún más maquiavélica recuperando de nuevo el mando.

El simbolismo está presente en toda la cinta ya sea la pulsera que rodea el tobillo para enloquecer a Walter Neff (“…pero tú pensabas en asesinato y yo en la pulsera de tu tobillo), o en la casa estilo español tan de California que al final no es sino una muestra de la decadencia como seres humanos de dos personajes comunes convertidos en criminales sin ningún tipo de arrepentimiento.

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Una obra mítica cuya atemporalidad está precisamente en retratar la mezquindad humana, en mostrar las bajas pasiones y lo ruin del ser humano. Una película que sin duda emerge como icono de un género fascinante,  pero que va mucho más allá de dicho género y es que parafraseando nada menos que a Hitchcock, podemos decir que después de ver Double Indemnity las dos palabras más importantes del cine serían…Billy Wilder.

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