El triunfo de la libertad personal

“…Mis ideas son mías y sólo me pertenecen a mí…” “…El parásito copia, el creador crea…” éstas son algunas de las frases que Howard Roark el protagonista de nuestra historia dirá a lo largo de la película El Manantial (The fountainhead 1949) dirigida por King Vidor y protagonizada por Gary Cooper y Patricia Neal.

Esta defensa a ultranza de la libertad individual frente al colectivismo que nos reduce a meros robots en manos del poder, es una de las mejores películas hechas en la gloriosa década de los cuarenta en Hollywood. Vidor quien tiene tras de sí alguno de los títulos más grandes del cine mudo, supo también dejarnos algunas maravillas en el sonoro como El campeón (The Champ 1931), Duelo al sol (Duel in the sun 1946) o Guerra y paz (War and peace 1956). Sin embargo es en El Manantial donde además de una grandísima película hace todo un alegato a favor de la libertad individual, un derecho inalienable que no puede ser arrebatado por nada ni por nadie.

El manantial nos cuenta la historia de un arquitecto que prefiere picar piedra antes que vender su talento como creador. Un vanguardista cuyo compromiso con su forma de hacer las cosas le llevará a ser absolutamente radical en sus pensamientos. Cuando triunfa su talento, Howard Roark no se vende, no se pliega al poder ni a la complacencia.

¿Es Roark un alter ego de Frank Lloyd Wright, auténtico innovador en la arquitectura del siglo XX y precursor de la arquitectura orgánica? Al menos las construcciones, muy del estilo del Midwest americano, que vemos en la cinta recuerdan mucho al trabajo de Wright. Este genio inició el movimiento de la Prairie School (o escuela de la pradera) cuyo estilo está generalmente relacionado con figuras horizontales y planas integradas con el paisaje. Sus ideas supusieron una ruptura con el clasicismo precedente.

El guión basado en su propia novela corre a cargo de Ayn Rand, escritora judía de origen rusa y una de las figuras sin duda del pensamiento liberal del siglo XX. Creadora del objetivismo, Rand consigue transmitir sus ideas a través de un personaje icónico ya en la historia del cine como es Howard Roark y su lucha contra la masa informe que aplasta el pensamiento individual.

La música de Max Steiner, autor de Lo que el viento se llevó (Gone with the wind 1939) o la mítica Casablanca (Casablanca 1943) enfatiza cada momento dramático como solo sabía hacer el músico vienés y su partitura desprende un inequívoco sabor a música clásica. Los solos de piano nos introducen en la intimidad de los personajes mientras la melodía orquestal nos traslada de nuevo a la grandiosidad de la historia.

La fotografía de Robert Burks de amplias panorámicas enlaza brillantemente con la tónica de la película. Tiene unos encuadres realmente admirables que constantemente nos recuerdan la belleza de la arquitectura y los distintos puntos de vista al observarla.

En medio de todo este mensaje subyace una apasionante y torrida historia de amor entre Howard Roark (Gary Cooper) y Dominique Francon (Patricia Neal) , que acerca más la película al espectador. Cooper representó como nadie al héroe americano, junto a James Stewart o Henry Fonda. No han existido mejores actores para conectar con el espectador medio que acudía al cine. Se veían reflejados en unos personajes cuya honestidad, honradez y lucha se unían a una característica común: su decencia y valor.

¿Debemos decidir ser un tornillo más de la sociedad o tener el valor suficiente para pensar por nosotros mismos y no ser sometidos a lo que la colectividad espera de nuestro trabajo o de nuestras vidas? Roark sabe de su talento y no está dispuesto a venderlo al mejor postor. El precio por salirse de los cánones habituales es alto, pero está dispuesto a pagarlo porque la recompensa es inigualable (y Vidor nos regala un plano final majestuoso donde la imagen dice más que cualquier discurso).

Gary Cooper compone un personaje lleno de aristas, de matices, capaz de llevar al límite sus ideas, algo de un incuestionable valor y que chocará con una sociedad cada vez más deshumanizada. El derecho a decidir, a pensar, a obrar según nos dicte nuestra propia mente, siempre será un obstáculo para el poder, sobretodo el económico…Nos quieren sumisos, subyugados, que sigamos la corriente marcada por los poderosos, ya sea desde un púlpito, una columna de periódico o desde el consejo de administración de una empresa. Roark (Cooper) se rebela ante todo esto y nos emociona en un discurso ya para la posteridad. A su lado Dominique, sus ojos dicen más que sus labios cuando ve por primera vez a Roark, la fisicidad que transmite esa mirada felina le acompañará toda la película. La pasión que siente por Roark se convierte en amor cuando conoce los pensamientos del arquitecto. Roark es un héroe en una lucha desigual contra la sociedad.

En definitiva, una obra maestra del cine por su valor cinematográfico pero también sin duda por su mensaje esperanzador, ese que nos invita a pensar por nosotros mismos y a elegir nuestro destino, porque sin duda si algo no pueden controlar los que manejan las vidas ajenas es nuestra mente. Mientras nuestra mente sea libre, seremos libres como Howard Roark lo acaba siendo.

Rubén Moreno

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El deseo y la luz

Patricia Higshmith, quien ya había terminado su novela “Extraños en un tren”, tenía 27 años y se encontraba sin dinero, por lo que buscó un empleo en la sección de juguetes de unos grandes almacenes. Un día entró una elegante mujer envuelta en visón que dejó un nombre y una dirección a la que enviar una muñeca. Al salir del trabajo, Patricia se fue directa a casa y escribió del tirón el argumento de la novela “El precio de la sal” que tuvo que ser escrita bajo el pseudónimo de Claire Morgan por la naturaleza escandalosa de la misma, según la época. Aún así y tras ser rechazada varias veces por los editores, fue publicada en 1953 y vendió más de un millón de ejemplares. En 1989, esta novela fue reimprimida bajo el titulo de “Carol” y el verdadero nombre de su autora. En 2015 Todd Haynes, filma la adaptación al cine de esta maravillosa novela de Patricia Highsmith y su protagonista, Cate Blanchett nos regala uno de esos personajes eternos.

Blanchett parece levitar cada vez que aparece en escena, la cámara, a penas la acaricia, la sigue como flotando mientras los ojos de una magnífica, también, Rooney Mara la observan con devoción. Son Carol Aird y Therese Belivet y asistimos como espectadores de lujo a la historia de amor entre ambas. Con el estilo habitual de Haynes, “Carol” es un retrato de la inquisidora sociedad norteamericana de los 50, surgida tras la Segunda Guerra Mundial, en la que la hipocresía y el fariseismo son claves. Por supuesto, una relación lésbica es considerada no solo inconveniente sino amoral por cuanto atenta a los principios básicos de cualquier sociedad castradora, lo que pone a la protagonista en la difícil tesitura de elegir qué es lo correcto. Además “Carol” es un ejercicio de buen gusto en el que Todd Haynes parece moverse de modo más que fluido, como ya habíamos visto antes en esa otra joyita del melodrama llamada “Lejos del cielo” en el que Julianne Moore nos trasladaba a la Jane Wyman de las películas de Douglas Sirk. Y es que en el cine de Todd Haynes las referencias clásicas son innegables y Sirk parece un espejo brillante al que mirar a través de una magnífica ambientación, aunque el director californiano incorpora su sello personal a través del desarrollo de personajes.

En “Carol” la escenografía nos recuerda constantes referentes de la cultura norteamericana y así vemos planos que recuerdan a la pintura de Hopper, el uso de la luz y la cámara desenfocada simbolizando la evasión de los personajes nos lleva a la fotógrafa Vivian Maier y los retratos de personajes que forman parte de la sociedad pero parecen estar excluidos. El color siempre presente en las protagonistas, la música, …pero sin duda donde esta película se hace grande es en la dirección de actores con unas extraordinarias Cate Blanchett y una sorprendente Rooney Mara. La imposibilidad de vivir de acuerdo a los sentimientos propios hace transitar a ambas por una especie de limbo de emociones del que solo pueden salir una vez redimidas. El arranque prodigioso de la película y su tramo final nos dirigen casi sin dar importancia a “Breve Encuentro” de David Lean. Lo que sucede entre medio de esas dos escenas es una demostración de buen gusto a la hora de rodar y de clasicismo exento de artificios. La delicadeza y el deleite por el detalle convierten la historia en una sucesión de momentos arrebatadores que culminan en un plano majestuoso de Cate Blanchett como cierre.

Lo cautivador de “Carol” es sin duda la propia singularidad dentro de un universo de referencias que alimentan la historia y componen un efecto revitalizador sin duda. Ese amor por alimentarse del pasado sin perder el rictus personal del film queda evidenciado en cada movimiento de cámara que Todd Haynes utiliza. Esto confiere a la cinta una personalidad propia y una especie de energía a la que la estratosférica interpretación de Blanchett ayuda sin duda. Los juegos de miradas, las caricias casi frágiles, todo compone un cuadro al que accedemos como insospechados visitantes de lujo, capaces de mirar con los ojos actuales y sobretodo con los de los años cincuenta para comprender cada una de las situaciones difíciles que se plantean.

En definitiva, estamos ante una obra magistral que por supuesto también recoge los ecos de otro de los trabajos de Haynes, la más que correcta “Mildred Pierce”. Aparece esa especie de devoción como decimos por evocar lo mejor de un cine atemporal como es el de la década de los cincuenta que entronca con esa percepción más que adquirida ya, de que solo podemos avanzar en el cine si sabemos de dónde partimos. “Carol” se convierte en una obra imprescindible sustentada por Haynes en el universo de Patricia Highsmith, alejada aquí de su género favorito, el policíaco… donde la psicología de los personajes toma importancia capital a la hora de entender su obra. En esta novela, podemos decir que está lo más personal de una autora que supo como pocas retratar las miserias del ser humano y las mezquindades y que aquí sin embargo, nos reconcilia con la vida a través de la estupenda historia de amor entre Carol Aird y Therese Belivet y que la cámara de Todd Haynes sabe captar haciéndonos mirar por los ojos de ambas para deslumbrarnos y hacernos vibrar.

Rubén Moreno

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El hombre perfecto

“…Atticus había dicho una vez que nunca se conoce realmente a un hombre hasta que uno se ha calzado sus zapatos y caminado con ellos”. Este fragmento de Matar a un ruiseñor (To kill a mockingbird 1962) de Robert Mulligan resume cómo era Atticus Finch y su ideal de ser humano. Capaz de aunar en su persona todas las cualidades que harían de este mundo un sitio mejor si todos lo imitáramos.

Harper Lee escribió una novela, ganó el Pulitzer y se retiró. Nunca más concedió entrevistas y no volvió a publicar nada. Su novela se convirtió en una de las mejores películas que se han hecho jamás sobre la condición humana. El relato autobiográfico de una de las grandes amigas de Truman Capote, fue llevado primorosamente por uno de los directores más elegantes que daría el nuevo Hollywood.

Matar a un ruiseñor nos presenta al hombre perfecto, Atticus Finch, un abogado viudo que vive en el sur de Estados Unidos con sus dos hijos y que deberá defender a un hombre negro de una violación que no cometió. El conflicto racial que se crea en la zona será el telón de fondo de una historia que nos habla además de la niñez, de valores como la tolerancia, la humildad, la dignidad y sobretodo la templanza y es que si hay un personaje en la historia del cine que represente esta virtud sin duda ese personaje es Atticus (excelso Gregory Peck, confiriendo al personaje tal veracidad que la propia Harper Lee le reconocía el parecido con su padre, verdadero inspirador de la novela). Atticus es justo, sabe que tiene que defender al acusado, a pesar de ser un hombre negro, porque eso es lo que le ha enseñado a sus hijos. Les ha enseñado que todos somos iguales y sabe que si no defiende a Tom Robinson, jamás podría volver a mirarlos a la cara.

Atticus es el héroe al que todos debemos aspirar. Nunca utiliza la violencia, no la necesita, su arma es el diálogo, su capacidad de argumentar, su firmeza a la hora de defender lo justo. Atticus es el hombre más justo que jamás conoceremos. Sus hijos lo admirarán eternamente y nosotros al verlo en pantalla ya nunca querremos ser otro hombre sino Atticus Finch. Le gusta leer en el porche un libro y contarle cuentos a sus hijos antes de dormir. Representa como nadie lo más noble del ser humano.

Matar un ruiseñor es un alegato contra el racismo, una visión sobre la niñez, una revisión de la tolerancia y sobretodo un ejercicio majestuoso de didáctica. También es una crítica a esa sociedad que crió a hombres honrados en la creencia de que los negros son una raza inferior. Veremos cómo es esa América post depresión del 29 a través de los ojos de los niños.

Robert Mulligan procedía de esa generación de directores que dieron el salto de la televisión al cine, directores como Delbert Mann, John Frankenheimer, Arthur Penn o Franklin J. Schaffner. Directores que imprimieron un nuevo sello al cine de finales de los 50 y principios de los 60. Cineastas que reflejaron como nadie el cambio que el mundo estaba experimentando.

En Matar a un ruiseñor Mulligan a través del texto de Harper Lee nos muestra ese mundo decadente del viejo sur, de ambientes claustrofóbicos donde el sudor lo empaña todo. Casi podemos sentir ese calor asfixiante en cada plano del pueblo. Un mundo donde los negros son seres inferiores y no tienen derecho ni a vivir cerca de los blancos. Costumbres arraigadas profundamente, en un Sur de los Estados Unidos, que veremos también en cintas como Tiempo de matar ( A time to kill 1996) de Joel Schumacher donde un joven abogado, Matthew McConaughey, nos lleva irremisiblemente a Atticus Finch, nuestro héroe perfecto. Si Tiempo de Matar busca el exceso para hacer el mismo alegato que Matar a un ruiseñor ésta es todo lo contrario, una película contenida donde los momentos duran lo que deben durar sin alargarse innecesariamente, sin concesiones, que no cae en la sensiblería y que además tiene a un protagonista que hace de esa contención una excelente virtud (Oscar más que merecido para Gregory Peck).

Toda niña experimenta una visión idílica de su padre pero aquí Harper Lee y por ende Robert Mulligan consiguen hacer que esa visión que la niña (Mary Badham) tiene sobre Atticus traspase la pantalla y todos nos sintamos fascinados por un personaje al que quisiéramos parecernos para hacer de éste un mundo mucho mejor.

La música de Elmer Bernstein nos sumerge de un modo fascinante en ese pueblo donde los hijos de Atticus y su relamido amigo (Truman Capote de pequeño) descubrirán lo que realmente merece la pena ser aprendido. Es aquí donde vemos el talento de Mulligan para saber aprovechar ese diamante en bruto que era el texto de Harper Lee. Como dijo alguien una gran película es aquella que hace que al terminar de verla queramos ser mejor persona. Matar un ruiseñor es sin duda una de esas películas

Rubén Moreno

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La soledad no elegida

¿Quién dijo que de una gran obra de teatro no puede salir una gran película? ¿Está reñido el lenguaje teatral con el cinematográfico o son complementarios? Delbert Mann provenía de la televisión, se había hecho famoso en este medio y consiguió una magistral adaptación de una obra de Terence Rattigan.

Cuando decide llevar Mesas separadas (Separate Tables 1958) a la gran pantalla lo que Delbert Mann tenía más complicado era poder adaptar el texto de Rattigan y además imprimirle su sello personal. (Table by the window y Table number seven eran las dos historias que el escritor irlandés había escrito para sustentar esta maravillosa obra de teatro. )

Podríamos considera a Rattigan junto a Sommerset Maughan o Noel Coward uno de los predecesores de los John Osborne, de esos “jóvenes airados” (Angry Young Men)  que romperían posteriormente con el victorianismo de la escena británica.

Mesas Separadas tiene la virtud de las cosas sencillas: Un hotel fuera de temporada donde conoceremos unos personajes que son casi náufragos en medio de la isla de la vida: El comandante Pollock, (David Niven) retirado y siempre reverdeciendo viejos laureles, una apocada muchacha Sybil (Deborah Kerr) que sufre ocasionales ataques de histeria y cuya autoritaria madre (la señora Railton-Bell) anula totalmente, un escritor norteamericano John Malcolm (Burt Lancaster), un viejo profesor de griego jubilado, una solterona adicta a las apuestas, la pareja de novios, la amiga de la señora Railton-Bell, etc…Todos  huéspedes fijos atendidos por la señorita Cooper (maravillosa Wendy Hiller) que representa la sobriedad y el equilibrio. La normalidad del hotel se verá alterada con la llegada de una fascinante mujer norteamericana (Rita Hayworth).

El texto de Rattigan nos atrae desde el principio por sus diálogos precisos y concisos, una película donde la gente habla y cuenta cosas interesantes. Además tiene una magnífica dirección de actores. Los actores de reparto son elemento esencial en esta película. Sus intervenciones son como una pausa en las tramas principales, una especie de respiro tras las secuencias más dramáticas. Impagables algunos de estos personajes.

            Mesas separadas nos habla de la soledad y lo terrible que es cuando ésta no es elegida, de ese tabú llamado sexo en la Inglaterra post II Guerra Mundial, de superar los propios miedos, de pasiones animales que se creían apagadas, …en definitiva de las relaciones humanas, temas todos atemporales. Nos habla del yugo de una madre autoritaria, Gladys Cooper, que ya hiciera ese papel en La extraña pasajera (Now, voyager 1942) de Irving Rapper,  y que no se conforma con tener sometida a su hija sino que pretende lo mismo con los demás huéspedes. Su afán por vivir en el decoro y el honor le imposibilita admitir otras formas de pensar.  Refleja muy bien la época en la que bastaba la intolerancia de alguien para que los demás por temor callaran y cometieran una injusticia.

 La historia entre Sybil y el comandante Pollock conmueve por su veracidad, por su fuerza natural. El secreto que guarda Pollock, la imposibilidad de hacer nada por sí misma de Sybil, las trabas que la sociedad puede poner a los que son diferentes, la represión sexual, etc.

Por otro lado, asistimos a un combate entre el amor-pasión encarnado por Rita Hayworth y el amor-tranquilidad encarnado por Wendy Hiller. En esa dualidad el personaje de Burt Lancaster tendrá que debatirse entre lo que le conmueve y lo que le conviene. Difícil elección de la que nos hace partícipe el director con un constante juego de miradas, algo que el teatro no puede conseguir y que da realce a esta adaptación.

Porque en este microuniverso, que es el hotel Beauregard, vemos como a ritmo pausado parece que no sucede nada y sin embargo los acontecimientos no paran de producirse, formalismos chocando con la felicidad, oportunidades pasadas que vuelven, pasiones irrefrenables, …

            Técnicamente se nota la mano de Delbert Mann en cada movimiento de grúa, en cada momento en que los actores saben cuál es su marca y se paran y dicen el diálogo mientras hacen cosas (impagable Wendy Hiller), movimientos que nos trasladan inequívocamente a su etapa en la televisión. Solo así puede entenderse la perfecta planificación a la hora de rodar que Mann consigue en una secuencia final filmada con un enorme talento. Un ejercicio absoluto de técnica que nos llena de emoción.

            Los personajes presentados ante nuestros ojos al principio de la película experimentarán una especie de catarsis que les hará alcanzar mayor dignidad que la que mostraron al inicio. Todos encontrarán su sitio, ése que buscan mientras desayunan, almuerzan y cenan en Mesas Separadas.

Terence Rattigan junto a Sommerset Maughan o Noel Coward puede ser considerado como uno de los predecesores de los John Osborne o Kingsley Amis, de esos “jóvenes airados” (Angry Young Men) que romperían posteriormente con el victorianismo de la escena británica.Hoy repasamos "Mesas Separadas" la maravillosa adaptación que Delbert Mann realizó de dos historias que sustentaban la obra de teatro de RattiganEspero que os guste…

Publicada por Robert Moore en Jueves, 17 de enero de 2019

Rubén Moreno

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ETERNA MANDERLAY

“…Anoche soñé que volvía a Manderlay…”, inquietante y perturbador arranque de esta especie de cuento de hadas llamado “Rebeca” que sir Alfred Hitchcock dirigió para los estudios de David O. Selznick en 1940, adaptando la ya maravillosa novela de Daphne du Maurier quien sin duda se ve influenciada por un hecho personal que da como resultado la gestación de la novela. Interpretada por Joan Fontaine y Laurence Olivier estamos ante una de las grandes obras maestras de la historia del cine.

El poderoso influjo de la voz en off se adentra en nuestros oídos para presentarnos la majestuosidad de Manderlay (representación en la ficción de Milton Hall, la casa privada más grande de Cambridgeshire y hogar de los Wentworth-Fitzwilliam)  como un personaje más dentro de esta enrevesada historia de ausencias y presencias, que a medida que avanza va atrapándonos como en una tela de araña de la que es imposible escapar.

Manderlay tiene vida propia pero sin duda la presencia de la señora Danvers (pluscuamperfecta Judith Anderson)  es lo que la mantiene como un templo casi sagrado. El ama de llaves más inquietante de la historia del cine nos sumergirá a través de su gélida mirada en un universo plagado de misterio. El tránsito entre la melancolía por su amada señora de Winter y el odio hacia la nueva inquilina de Manderlay la hará caminar por senderos que escapan de la razón.

“Rebeca” es un cuento de hadas de atmósfera turbia, donde la ingenua  que interpreta Joan Fontaine emula a una especie de Cenicienta indefensa que ante la malvada bruja que puede llegar a representar la señora Danvers va empequeñeciéndose cada vez más. Manderlay, es una mansión casi, se diría, gótica donde la presencia de la antigua señora de Winter puede casi palparse físicamente. El aire que se respira está completamente impregnado de su olor, casi podemos verla a pesar de que en un maravilloso acierto de Hitchcock, jamás aparece. La magia de sir Alfred nos hará intuir y casi sentir cómo era Rebeca de Winter y qué efecto provocó en el intachable George Fortesquieu Maximiliam que tan espléndidamente interpreta Laurence Olivier.  La codicia, los anhelos, las obsesiones, el amor y la falta de éste, el honor, …todo se percibe en el clima que se crea en torno a los gruesos muros de Manderlay. El ambiente casi claustrofóbico va atormentando cada vez más a la nueva “intrusa” que a ojos de la señora Danvers profana con su sola presencia el santuario.

La estética de la habitación de Rebeca nos dirige por caminos del psicoanálisis donde emerge nuevamente la presencia de Danvers para mitificar a su deidad particular. Todo permanece como la última vez que la diosa puso los pies en ella. El modo en que acaricia la ropa interior, la perturbadora mirada de Danvers roza la psicopatía y es ahí donde intuimos la clase de relación que pudo existir entre el ama de llaves y su señora. Una relación lésbica quizá no correspondida por Rebeca que perdura mucho más allá del espacio y el tiempo, más allá de la vida y por supuesto de la muerte. Una especie de devoción donde  Danvers, Rebeca y Manderlay conforman un triángulo mágico que jamás podrá ser profanado. Es aquí donde el fuego cobrará vida como elemento purificador de una importancia sublime.

La ingenua nueva señora de Winter aparece en la historia sin nombre, algo que Hitchcock aprovechará para acentuar aún más la indefensión que el personaje sufre. Sabedor  de que Olivier prefería como compañera de reparto a su esposa, Vivien Leigh, el mago del suspense acrecentó la enemistad entre él y Joan Fontaine para conseguir en pantalla un mayor desamparo aún. El desarrollo de un inequívoco complejo de Electra la lleva a enamorarse perdidamente de Max de Winter, mayor que ella pero que de seguro le recuerda a su padre.

A pesar de la fragilidad del personaje, Hitch sabe encontrar tres momentos donde el personaje apocado se rebela contra su destino haciendo avanzar la historia. Pasaremos de los besos castos del principio (donde el complejo de Electra está aún más latente) a los del tercio final donde incluso la veremos adoptando ya el nuevo rol de señora de Winter.

 El manejo de los espacios en Hitchcock dota a los planos de una modernidad incuestionable. No necesita recurrir a un flash back porque su modo de mover la lente lo explica todo, lo presente y lo ausente, es el rey del inserto.

La muerte de Rebeca es contada de modo distinto en novela y película, un detalle que resta fuerza en el film y cambia la visión que tenemos de la pareja protagonista. Circunstancia que el mago británico utiliza para introducir uno de sus temas recurrentes en su filmografía, el acusado injustamente que trata de demostrar su inocencia.

Y cuando todo parece  que  va a ser resuelto de modo apresurado y políticamente correcto, aparece la secuencia final que nos arrastra a dos existencias paralelas que confluirán en el futuro,  la de la vida probablemente aburrida y tranquila de la pareja protagonista y otra absolutamente arrebatadora y llena de pasión enfermiza entre el triángulo fascinante que forman Danvers, Rebeca y por supuesto…la eterna Manderlay

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ESE TERRIBLE OLOR A MENDACIDAD

En 1958 el director Richard Brooks llevaba a la gran pantalla una de las obras míticas de Tennessee Williams, “La gata sobre el tejado de cinc” (“Cat on a hot tin roof). La adaptación supuso la consagración de dos actores ya en alza que a partir de esta cinta alcanzan la categoría de mitos del celuloide. Paul Newman y Elizabeth Taylor demuestran que eran mucho más que dos rostros bellos dentro del séptimo arte.

La gran dificultad con la que podía encontrarse Brooks partía de la propia naturaleza del texto de Williams. Estamos en la Norteamérica de los 50 y la obra nos relataba el rechazo que el protagonista, Brick,  sentía por su bella esposa, Maggie,  a la que acusaba de haberle sido infiel con su mejor amigo Skipper. El motivo de dicha infidelidad  sería la venganza ante la sospecha más que fundada de que Skipper y Brick mantenían una relación homosexual. Este rechazo queda claramente ejemplificado en el hecho de que Brick no soporte ni siquiera beber del mismo vaso que Maggie cuando ésta le pida  probar su copa.

La obra había ganado el Pulitzer en 1955 y arrasado en Broadway pero Broadway no era Hollywood y presentar semejante argumento en la gran pantalla,  era cuando menos una osadía, incluso un suicidio económico  para cualquier productor. Como era habitual en la época del Hollywood dorado la obra debía sufrir un giro y a la vez resultar interesante. Es aquí donde Richard Brooks y James Poe componen un guión magnífico que vertebra el film a través de otro de los grandes conflictos que surgen en la obra…la falta de afectividad por parte del padre de Brick, algo que lastrará al protagonista en toda la historia.

Ahondando en este conflicto el film adquiere un ritmo distinto pero igualmente fluye por los territorios más habituales del dramaturgo a lo largo de su carrera…hablamos de codicia, de deseo, de decadencia, de superficialidad,…elementos que son aderezados por el innegable talento interpretativo de un casting en estado de gracia. Desde la pareja protagonista, pasando por los actores de reparto, Jack Carson, Judith Anderson o Madeleine Sherwood, destacaría sin duda Burl Ives en el papel del patriarca Big Daddy Pollit.

Brooks filma con milimétrica precisión primeros planos como el de un Brick con la mirada perdida, ausente, recordando la muerte de Skipper mientras podemos sentir el sudor en su frente como nuestro. Esa sensación de claustrofobia que solo los ambientes sureños son capaces de mostrar,  dota a la historia de una personalidad enorme. Ese terrible “olor a mendacidad”, a falsas apariencias, a secretos que ocultar queda muy bien retratado por Brooks en las miradas de los actores en mitad de sus soliloquios.

La obra de Williams, claramente influenciada por escritores como Faulkner o D. H. Lawrence, así como por coetáneos suyos como Truman Capote o Gore Vidal transita siempre alrededor de personajes marginados a los que Williams ofrece un respeto casi reverencial, perdedores a los que la sociedad va arrinconando de forma inmisericorde. Así nos encontramos a la Blanche Dubois de “Un tranvía llamado deseo” o a la Karen Stone de “La primavera romana de la señora Stone”. Inadaptados, incapaces de seguir las normas establecidas, sufriendo por una existencia que les es esquiva encontramos joyas como “La rosa tatuada”, “El zoo de cristal” o la maravillosa “Dulce pájaro de juventud” que el propio Brooks adaptaría también.

En “La gata sobre el tejado de cinc” su protagonista, Brick, no podía escapar de este arquetipo, si bien la película, añade un componente aún más atrayente al espectador…los increíbles ojos azules de Paul Newman. Junto a Liz Taylor la pareja sabe apropiarse del conflicto latente y convertir en suya la obra.  Durante toda la película veremos a Brick (Newman) apoyarse en una muleta mientras bebe una y otra botella de whisky, enfundado en su pijama no hace sino  excitar aún más el deseo de su ardiente esposa, Maggie la gata. La carnalidad del rostro de ella parece traspasar la pantalla cuando aparece. Se puede sentir, casi tocar,  la tensión sexual entre ambos y es aquí en el tercio final de la película,  cuando asistimos a una de esas secuencias que quedan para la historia:

Bajo una imponente lluvia, Brick , que ha perdido su muleta se apoyará en su esposa por primera vez y hasta el final, mientras se lamenta “…le hecho daño, Maggie, le hecho un daño irreparable a mi padre…”.

Y la tormenta que se había desatado simbolizando los conflictos que han tenido lugar en esa noche de catarsis familiar, desaparecerá alejando el olor a mendacidad para traer la agradable brisa sureña que ha purgado los pecados y les llevará a invitarles a su mayor desafío: seguir viviendo.

Rubén Moreno

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