El eterno recuerdo de una puesta de sol

...Nueva York era una metrópoli perfectamente consciente que en las grandes capitales no era “bien visto» llegar temprano a la ópera; y lo que era o no era «bien visto» jugaba un rol tan importante en la Nueva York de Newland Archer como los inescrutables y ancestrales seres terroríficos que habían dominado el destino de sus antepasados miles de años atrás…

Este fragmento de la novela  “La Edad de la Inocencia” de Edith Wharton ejemplifica cómo era el Nueva York de 1870, la época en que se desarrolla la historia de amor prohibido entre Newland Archer y Ellen Olenska. Una historia absolutamente arrebatadora que cautivó a otro de los directores, junto a Woody Allen, enamorados de Nueva York. Hablamos nada menos que de Martin Scorsese,  quien alejado de su habitual cine, rinde de nuevo homenaje a la ciudad que nunca duerme  en una magnífica adaptación que fue llevada al cine en 1993 con un exquisito y refinado gusto  y donde la fotografía de Michael Ballhaus y la música de Elmer Bernstein se convierten en personajes secundarios de lujo.

Galardonada con el Premio Pulitzer de 1921,  la novela es un tratado sobre la sociedad endogámica del Nueva York de finales del XIX. Un retrato de la intolerancia, la hipocresía y las normas férreas que la sociedad de entonces impone como precio a todo aquel que osa pertenecer a ese selecto grupo llamado la Alta Sociedad neoyorquina de los Mingott, los Welland, o los Van der Luyden. La  fidelidad a la novela es un complemento ideal para la construcción de una película que con el tiempo se convierte ya en un clásico del cine.  Scorsese mueve la cámara con pulso firme para adentrarnos en un microcosmos ya reproducido en novelas similares como  la excelente “Washington Square” de Henry James.

En “La edad de la Inocencia” el trío protagonista se antoja imprescindible y absolutamente arrebatador. Los tres personajes se afianzan en sus roles iniciales para ahondar en un universo pleno de dobles morales y de hipocresía. Una sociedad extremadamente claustrofóbica que además incide en el papel superfluo de la mujer en el devenir diario.  ( …era absurdo tratar de emancipar a una esposa que no tenía el menor interés por conocer el significado de dicha emancipación…) Es por ello que cuando la condesa Olenska (maravillosa Michelle Pfeiffer) pretenda regresar al mundo en el que creció sea considerada una intrusa, una especie de proscrita, aunque las apariencias por supuesto  muestren lo contrario.  La idea de divorciarse chocará con la intransigencia de una especie de clase social donde esas cosas no son aceptadas y menos cuando la mujer es la que pretende llevar la iniciativa.  Por otro lado Newland Archer (Daniel Day Lewis) y May Welland (Winona Ryder) representan lo que esa sociedad quiere mostrar pero la historia nos relata la lucha interna,  en principio,  solo de Archer,  por reivindicar su derecho a sentir y a desear por encima de las convenciones sociales. Con el desarrollo del film podemos ir sintiendo como dicha lucha interna de Archer no es solo suya, la condesa Olenska y también May serán víctimas de esas convenciones y es aquí donde aparece un Scorsese magistral quien apoyado en el magnífico texto de Wharton desarrolla una serie de movimientos de cámara y de planos que convierten a esta película en una auténtica joya.

La capacidad de Scorsese para adentrarse en los personajes y en sus pensamientos, parte de la intencionalidad a la hora de colocar la cámara y sobretodo el uso de la luz en cada momento. Los momentos entre Archer y Ellen son filmados con primeros planos lentos que ejemplifican  el inicio del acercamiento entre ellos.  De entre todos esos planos queda el eterno recuerdo de una puesta de sol en ese plano majestuoso del embarcadero mientras Ellen Olenska es observada por Newland Archer  y un barco cruza el horizonte en el momento que ella es filmada de espaldas.

“La edad de la inocencia” nos hace un perfecto dibujo de una pasión amorosa prohibida que ante la imposibilidad de consumarse consigue que perviva en el espectador gran parte de ese dolor que sufren los protagonistas. La suntuosidad del primer tramo de la cinta donde se nos es presentada esa inquisidora sociedad neoyorquina, pasa con el crecimiento de los personajes  a transformarse en un relato íntimo y lleno de matices y subtexto. Las miradas de Day Lewis y Pfeiffer cuando se ven en presencia de otras personas son retratadas magistralmente por el cineasta neoyorquino  a través de una exquisita puesta en escena donde el director transita en la necesidad de analizar todos esos códigos que coartan las libertades personales. La aparente fragilidad de May Welland que en realidad solo es aparente, entronca con el dilema moral que plantea la novela y por ende Scorsese al dibujarnos un escenario donde los valores de dicha sociedad pretenden imponerse a los deseos y sentimientos propios. En esa lucha, los damnificados siempre son aquellos cuya catadura moral es mayor,  mientras los jerarcas hipócritas que rigen las normas salen indemnes siempre. Esa sucesión de impecables modales corteses esconden en la mayoría de los casos una mezquindad capaz de acabar con la reputación de cualquiera que ose poner en entredicho tal establishment.

La vacuedad de ese mundo y lo que conlleva dejan  un poso de tristeza y melancolía en el protagonista que el espectador hará propio sobretodo a través de la mirada de Archer en una secuencia final antológica donde de nuevo evocará esa puesta de sol a través de su recuerdo. Este profundo, contenido y armónico melodrama permanece repleto de eufemismos, de silencios que pretenden actuar como elemento de comunicación y representa además todo un manual de “corrección” aparente  frente a cualquier elemento perturbador o transgresor.  Será este el espacio en el que Newland Archer y Ellen Olenska vean pasar por delante su felicidad teniendo que decidir qué camino escoger,… el correcto o el que quieren.

Rubén Moreno

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